ESCUELA DE EVANGELISMO
LA DISPUTACIÓN DE HEIDELBERG - 1518
El hermano Martín Lutero, Maestro en Sagrada Teología, presidirá, y el Hermano Leonhard Beyer, Maestro en Artes y Filosofía, defenderá las siguientes tesis ante los agustinos de esta renombrada ciudad de Heidelberg en el lugar acostumbrado, el 26 de abril de 1518.
TESIS TEOLÓGICAS
Desconfiando completamente de nuestra propia sabiduría, según aquel consejo del Espíritu Santo, «Y no te apoyes en tu propia prudencia». (Prov. 3:5), presentamos humildemente al juicio de todos los que quieran estar aquí estas paradojas teológicas, para que quede bien claro si se han deducido bien o mal de san Pablo, vaso e instrumento especialmente elegido de Cristo, y también de Agustín, su más fiel intérprete.
1. La ley de Dios, que es la doctrina saludable de vida por excelencia, es incapaz de conducir al hombre a la justicia: más bien constituye un estorbo.
Esto resulta claro del apóstol en la carta a los Romanos: «Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios» (Rom. 3:21). Agustín, en su obra: “Del Espíritu y de la Letra” interpreta de la manera siguiente: «Sin la ley, es decir, sin la ayuda de la ley». Y en Roamos 5:50 el apóstol afirma: «Pero la ley se introdujo para que el pecado abundase». Además en el capítulo 7:9 añade «pero venido el mandamiento, el pecado revivió y yo morí». Este es el motivo por el que el apóstol, en el capítulo 8:2, lo llama «la ley del pecado y de la muerte». Incluso, según 2 Corintios 3:6, «porque la letra mata», que san Agustín, en su obra citada, aplica a toda la ley, incluida la ley santísima de Dios.
2. Mucho menos aún pueden ayudar las obras de los hombres, repetidas, frecuentemente como suele decirse con el socorro de la inspiración natural.
Porque la ley de Dios, santa y pura, verdadera, justa, etc., ha sido dada por Dios al hombre para ayudarle más allá de sus fuerzas naturales, con el fin de iluminarle y empujarle al bien. Sin embargo, sucede que obra lo contrario, de tal suerte que le hace peor. Entonces, ¿cómo puede este hombre determinarse al bien por las fuerzas que le restan y sin un socorro de esta índole? Porque mucho menos podrá realizar él solo el bien que no puede hacer con el auxilio de otro. De ahí la afirmación de san Pablo (Romanos 3:10-12): «Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno».
3. Aunque las obras del hombre siempre parecen atractivas y buenas, es probable que sean pecados mortales..
Las obras de los hombres parecen atractivas por fuera, pero por dentro son inmundas, como dice Cristo acerca de los fariseos en Mateo 23:27. «Fenezca ahora la maldad de los inicuos, mas establece tú al justo; porque el Dios justo prueba la mente y el corazón» (Sal. 7:9). Porque sin gracia y fe es imposible tener un corazón puro, como se lee en los Hechos de los Apóstoles «purificando por la fe sus corazones» (Hec. 15:9). Por eso hemos establecido esta conclusión: Si las obras de los justos son pecado, como lo afirma la tesis 7, con mayor motivo lo serán las de los que aún no están justificados. Pero los justos dicen a propósito de sus obras: «No entres en juicio con tu siervo, Señor, porque ningún hombre viviente es justo delante de ti» (Sal. 143:2). Igualmente dice el apóstol en Gálatas 3:10 «Todos los que confían en las obras de la ley están bajo maldición». Es así que las obras de los hombres son obras de la ley y no se aplica la maldición a los pecados veniales; luego estas obras son mortales. En tercer lugar, encontramos en Romanos 2:21 dice: «Tú que predicas que no se ha de hurtar, ¿hurtas?», que Agustín interpreta: «Son ladrones por su voluntad pecadora, incluso aunque externamente juzguen o reprendan a otros ladrones».
4. Las obras de Dios, aunque tengan siempre un aspecto desfigurado y parezcan malas, constituyen en verdad méritos inmortales.
Que las obras de Dios sean deformes lo aclara el texto de Isaías 53:2: «no hay parecer en él, ni hermosura», y el del libro 1 Samuel 2:6: «El Señor mata y da vida, él hace descender a los infiernos y hace subir». Lo que hay que entender de la manera siguiente: el Señor nos humilla y nos espanta por la ley y de la vista de nuestros pecados de tal forma, que tanto ante los hombres como delante de nosotros mismos, nos veamos como nada, insensatos, malos, como en realidad somos. En la medida en que reconocemos y confesamos esto, no hay "forma ni belleza" en nosotros, sino que nuestra vida está escondida en Dios (es decir, en la mera confianza en su misericordia), no encontrando en nosotros más que pecado, locura, muerte e infierno, según aquel versículo del Apóstol en 2 Corintios 6:9-10: «como entristecidos, mas siempre gozosos; como moribundos, mas he aquí vivimos». Esto es lo que Isaías 28:21 califica obra ajena de Dios, por la que cumple su propia obra», es decir, que nos humilla dentro de nosotros y nos hace desesperar a fin de elevarnos misericordiosamente con el regalo de la esperanza. Como se dice en Habacuc 3:2 «En la ira acuérdate de la misericordia.». Un hombre así se desagrada a sí mismo en todas sus acciones, no vislumbra en sí esplendor alguno, sólo ve solo su depravación. Más aún, ejecuta en lo exterior obras que a otros se les aparecen como insensatas y deformes. Esta fealdad se realiza en nosotros mismos cuando Dios nos flagela o cuando nos acusa por nosotros mismos, según las palabras de 1ª de Corintios 11:31 «Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados». Es lo que se dice en Deuteronomio 32:36 «Porque el Señor juzgará a su pueblo, y por amor de sus siervos se arrepentirá». Por tanto, las obras deformes que opera Dios en nosotros, es decir, las obras de temor y humildad, son en realidad inmortales, porque la humildad y el temor de Dios son todo nuestro mérito.
5. Las obras de los hombres no son mortales en el sentido de que constituyan crímenes (hablamos aquí de obras que aparentemente son buenas).
En efecto, son crímenes las obras de las que pueden acusar los hombres: el adulterio, los robos, homicidios, perjuicios, etc. Pero son mortales las obras que parecen buenas y que, sin embargo, interiormente son frutos de una raíz y de un árbol malo. Agustín afirma esto en el cuarto libro de ‹Contra Juliano› (Contra Julianum).
6. Las obras de Dios (hablamos de las que él hace por medio del hombre) no constituirían méritos, si no fuesen pecados.
En Eclesiastés 7:20, leemos: «Ciertamente no hay justo en la tierra que haga el bien y nunca peque». A este respecto, sin embargo, algunas personas dicen que el justo peca, pero no cuando hace el bien. Pueden ser refutados de la siguiente manera: Si eso es lo que quiere decir este versículo, ¿por qué desperdiciar tantas palabras? ¿O al Espíritu Santo le gusta entregarse a balbuceos locuaces y tontos? Pues este sentido quedaría entonces adecuadamente expresado por lo siguiente: «No hay justo en la tierra que no peque». ¿Por qué añade «el que hace el bien», como si fuera justo otro que hace el mal? Porque nadie, excepto el justo, hace el bien. Sin embargo, cuando habla de pecados fuera del ámbito de las buenas obras, habla así (Prov. 24:16): "El justo cae siete veces al día". Aquí no dice: El justo cae siete veces al día cuando hace el bien. Esta es una comparación: si alguien corta con un hacha oxidada y áspera, aunque el trabajador sea un buen artesano, el hacha deja tajos malos, dentados y feos. Así es cuando Dios obra a través de nosotros.
7. Las obras de los justos serían mortales si, realizadas por un piadoso temor de Dios, estos mismos justos no tuviesen el miedo de ser mortales.
Esto se deduce de la cuarta tesis. Porque fiarse de su obra sin desconfiar de ella es lo mismo que atribuirse uno la gloria a sí mismo y arrebatársela a Dios, al que se le debe temer en toda acción. En esto reside precisamente la total perversidad: en complacerse en uno mismo, en gozarse uno mismo en las propias obras, en adorarse a uno mismo como a un ídolo, porque es así como actúa quien está seguro de sí mismo y no teme a Dios. En efecto, si se tuviera este temor, no se estaría seguro de uno mismo y, en consecuencia, no se complacería en sí mismo sino en Dios.
Esto mismo se deduce, en segundo lugar, de las palabras del Salmo 143:2: «No entables juicio con tu siervo», y del Salmo 32:5 «Lo he dicho: confesaré contra mí mismo mi injusticia al Señor», etc. Es evidente que aquí no se trata de pecados veniales, ya que se dice que ni la confesión ni la penitencia se necesitan para los pecados veniales. Si, por tanto, son mortales, y si todos los santos rezan por sus pecados -como se apunta en el mismo lugar-, las obras de los santos son pecados mortales. Ahora bien, las obras de los santos son buenas; luego no son meritorias sino por el temor manifestado en esta confesión humilde.
Se prueba, en tercer lugar, por la oración dominical: «Perdónanos nuestras deudas» (Mat. 6:12).
Esta es la oración de los santos; por consiguiente, estas deudas, por las que piden, son obras buenas. Ahora bien, que sean mortales se deduce con evidencia de las siguientes palabras: «si no perdonáis sus pecados a los hombres, vuestro padre celestial no os perdonará los vuestros» (Mat. 6:15). Estas deudas son tales, que, de no ser remitidas, serían capaces de condenarlos si no dijesen de verdad esta oración y no perdonasen a los demás sus pecados.
En cuarto lugar tenemos la autoridad del Apocalipsis 21:27 «Nada que esté mancillado entrará en el reino de los cielos». Ahora bien, todo lo que impide la entrada en el reino es mortal (en caso contrario habría que definir de otra manera lo que se entiende por mortal). Es así que también el pecado venial impide esta entrada porque mancilla al alma y no tiene lugar en el reino de los cielos; luego, etc.
8. Con mayor motivo son mortales las obras de los hombres si se realizan sin temor, sólo con perniciosa seguridad.
La inevitable deducción de la tesis anterior es clara. Porque donde no hay temor no hay humildad. Donde no hay humildad hay soberbia, y donde hay soberbia está la ira y el juicio de Dios», porque Dios se opone a los altivos. De hecho, si el orgullo cesara, no habría pecado en ninguna parte.
9. Afirmar que las obras sin Cristo son muertas, pero no mortales, parece ser un peligroso abandono del temor de Dios.
Porque de esta manera se hacen los hombres seguros de sí mismos y, por consiguiente, orgullosos, lo que es peligroso. De esta forma se le resta a Dios su gloria debida y redunda sobre uno mismo, cuando es necesario emplear el mayor celo y prisa para que cuanto antes le sea tributada su gloria. Por eso aconseja la Escritura: «No te tardes en volverte a tu Señor» Ecl. 5:8. En efecto, si ofende a Dios quien le sustrae su gloria, cuánto más le ofenderá el que persiste en robársela y lo hace con seguridad. Porque todo aquel que no está en Cristo o se aparta de él le está sustrayendo su gloria, como es notorio.
10. Por el contrario, resulta muy difícil de comprender cómo una obra puede estar muerta sin ser pecado nocivo o mortal.
Esto lo pruebo de la siguiente manera: La Escritura, en efecto, no habla de manera que deje entender que algo puede ser muerto sin ser mortal. La gramática, por otra parte, dice que muerto es más que mortal. Es mortal una obra que mata (y esto lo confiesan ellos mismos); se llama muerto no a lo matado sino a lo que no está vivo. Ahora bien, lo que no está vivo desagrada a Dios, como está escrito en los Proverbios 15:8: «Yahvé abomina el sacrificio de los malvados».
En segundo lugar: conviene absolutamente que ante un acto muerto como éste la voluntad haga algo, ya sea quererlo, ya sea abominarlo. No puede odiarlo porque la voluntad es mala; lo ama, ya que ama lo que está muerto. Por lo tanto, ejecuta un acto contra Dios, a quien ella debiera amar y glorificar tanto en este acto como en toda obra.
11. No se puede evitar la arrogancia ni estar presente la verdadera esperanza a menos que se tema el juicio de condenación en toda obra.
Se deriva evidentemente de la Tesis 4. Porque es imposible esperar en Dios si no desespera uno de todas las criaturas y si no se está convencido de que fuera de Dios nada es provechoso. Ahora bien, como hemos visto, no hay nadie que pueda tener esta pura esperanza; al contrario, nos fiamos en alguna manera de la criatura, y por eso es evidente que, a causa de esta iniquidad, necesitamos temer en todo el juicio de Dios. Se evita así la presunción, no en la realidad, sino en el afecto; o sea, que nos desagrada seguir depositando nuestra confianza en las criaturas.
12. Ante Dios son realmente veniales los pecados cuando los hombres temen que sean mortales.
Se deduce suficientemente de lo antedicho, porque cuanto más nos acusemos nosotros mismos, tanto más nos disculpará Dios, en conformidad con las palabras de Isa. 43:26 «Hazme recordar, entremos en juicio juntamente; habla tú para justificarte», y según otro (Sal. 141:4) «No dejes que mi corazón se incline a nada malo para practicar obras impías».
13. El libre albedrío, después de la caída, existe sólo de nombre, y mientras hace lo que puede hacer, comete pecado mortal.
El punto primero es evidente: el libre albedrío está cautivo y reducido a servidumbre a causa del pecado; no es que no exista, sino que no es libre salvo para el mal. Leemos en Según Juan 8:34,36: «Todo aquel que practica el pecado, es esclavo del pecado» «Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres». Agustín en su obra Del espíritu y de la letra: «Sin la gracia, el libre albedrío no puede sino pecar»; y en Libro segundo contra Juliano: «Vosotros le decís libre, pero es lo contrario: un albedrío siervo», lo mismo en otros lugares.
El segundo punto se deriva con evidencia de lo anterior y del pasaje de Oseas 13:9: «Te perdiste, oh Israel, mas en mí está tu ayuda» y de pasajes similares.
14. El libre albedrío, después de la caída, tiene poder para hacer el bien solo en una capacidad pasiva, pero siempre puede hacer el mal en una capacidad activa.
Una ilustración aclarará el significado de esta tesis. Sucede lo mismo que con el hombre: muerto, sólo tiene un poder subjetivo para la vida, (in vitam solum subiective) pero mientras vive goza de un poder activo en relación con la muerte. Ahora bien, el libre albedrío está muerto, como se significa en los muertos resucitados por cl Señor y lo dicen los santos doctores. Por otra parte, san Agustín demuestra esta proposición en diversos pasajes contra los pelagianos.
15. El libre albedrío tampoco podía permanecer en estado de inocencia, y mucho menos hacer el bien, en una capacidad activa, sino sólo en su capacidad pasiva (subiectiva potentia).
El maestro de las sentencias (Pedro Lombardo libro 2, párrafo 24, cap. 1), aduce a san Agustín al final y dice: «Por estos testimonios queda demostrado con evidencia que el hombre, en el momento de su creación recibió la rectitud, buena voluntad y la ayuda para poder perseverar; de otra forma, podría parecer que cayó sin culpa suya». Habla aquí de una potencia activa (potentia activa), lo que abiertamente contradice a lo escrito por Agustín en el libro Sobre la corrección y la gracia (De Correptione et Gratia); donde este último lo expresa de esta manera: «Habría recibido el hombre el poder si lo hubiera querido; pero careció del poder querer». Entiende por «poder» la potencia subjetiva y por «querer poder» la activa.
La segunda parte de la tesis, se deduce suficientemente de la misma distinción del maestro.
16. El hombre que piensa poseer la voluntad de lograr la gracia a base de hacer lo que de él depende, añade al pecado otro pecado y se hace doblemente culpable.
Se deduce manifiestamente de lo antedicho. Mientras el hombre hace lo que depende de sí mismo, comete pecado y busca sólo lo que le pertenece a él. Pero si piensa que por el pecado se hace digno de la gracia o apto para ella, está añadiendo encima una presunción orgullosa: cree que el pecado no es pecado y que el mal no es malo, lo que constituye un pecado enorme. Como dice Jeremías 2:13: «Mi pueblo ha cometido un doble pecado: me han abandonado a mí, la fuente viva, para cavarse cisternas agrietadas que no pueden retener el agua». Es decir, por el pecado se han alejado de mí, y a pesar de todo pretenden hacer el bien por sí mismos.
Ahora preguntas: «¿Qué haremos entonces? ¿Seguiremos nuestro camino con indiferencia porque no podemos hacer nada más que pecar?». Respondo: No, pero cuando oigas estas palabras cae de rodillas, pide la gracia y deposita tu confianza en Cristo, en quien reside la salvación, la vida y la resurrección nuestra. Porque sabemos estas cosas, y la ley permite conocer el pecado para que, al ser conocido, busquemos e impetremos la gracia. A los de esta suerte humildes les otorga la gracia (1 Ped. 5:5), «el que se humilla será exaltado» (Mat. 23:12). La ley humilla, la gracia exalta. La ley produce temor y cólera, la gracia opera misericordia y esperanza. En efecto, por la ley se consigue el conocimiento del pecado (Rom. 3:20), por el conocimiento del pecado la humildad, por la humildad recibimos gracia. Así, una acción que es ajena a la naturaleza de Dios (opus alienum dei) resulta en una obra que pertenece a su misma naturaleza (opus proprium): Él hace a una persona un pecador para que pueda hacerla justa.
17. Hablar así no es motivo de desesperación, sino de suscitar el deseo de humillarse y buscar la gracia de Cristo.
Se deduce claramente de lo que se ha dicho, porque, según el evangelio, el reino de los cielos es de los niños y de los humildes (Mar. 10:14-16), y Cristo los ama. (No pueden ser humildes quienes no se dan cuenta de que son condenables cuyo pecado apesta hasta las alturas, el pecado se conoce sólo por la ley). No es la desesperación, sino la esperanza la que se predica cuando se nos anuncia que somos pecadores. Esa predicación del pecado es la preparación para la gracia, o, mejor, el conocimiento del pecado y la fe en tal predicación. Sólo cuando nace el conocimiento del pecado brota el deseo de la gracia. Sólo cuando conoce la importancia de su enfermedad acude el enfermo a la medicina. Lo mismo que revelar al enfermo el peligro de su enfermedad no equivale a darle motivos de desesperanza o de muerte, sino un esfuerzo para que busque el remedio. Decir que no somos nada y pecamos constantemente cuando hacemos lo mejor que podemos no significa que hagamos que la gente se desespere (a menos que seamos tontos) sino que sirve para despertar el deseo de la gracia de nuestro Señor Jesucristo.
18. Es cierto que el hombre debe desesperarse por completo de su propia capacidad antes de estar preparado para recibir la gracia de Cristo.
La ley quiere que el hombre desespere de su propia capacidad, porque "lo lleva al infierno" y "lo hace pobre" y le muestra que es pecador en todas sus obras, como lo hace el Apóstol en Rom. 2 y 3:9, donde dice: "Ya he dicho que todos los hombres están bajo el poder del pecado". Sin embargo, el que actúa simplemente de acuerdo con su capacidad y cree que con ello está haciendo algo bueno, no parece despreciable a sí mismo, ni desespera de su propia fuerza. De hecho, es tan presuntuoso que lucha por la gracia confiando en su propia fuerza.
19. No puede llamarse en justicia «teólogo» al que crea que las cosas invisibles de Dios pueden aprehenderse a partir de lo creado. (Rom 1, 20; cf. 1 Cor 1: 21-25).
Es evidente si nos referimos a quienes adoptaron esta actitud y que, sin embargo, son denominados por el apóstol Rom. 1:22 como «insensatos». Además, las cosas invisibles de Dios son la fuerza, la divinidad, la sabiduría, la justicia, la bondad, etcétera. Conocerlo no hace a nadie digno ni sabio.
20. Sin embargo, merece ser llamado teólogo quien comprende las cosas visibles y manifiestas de Dios vistas a través del sufrimiento y de la cruz.
Las cosas manifiestas y visibles de Dios se oponen a las invisibles, es decir, la humanidad, la enfermedad, la locura, El Apóstol en 1 Cor. 1:25 los llama la debilidad y la locura de Dios. Debido a que los hombres abusaron del conocimiento de Dios a través de las obras, Dios quiso nuevamente ser reconocido en el sufrimiento, y condenar la "sabiduría acerca de las cosas invisibles" por medio de la "sabiduría acerca de las cosas visibles", para que aquellos que no honraban a Dios como se manifestaba en su las obras deben honrarlo porque está escondido en su sufrimiento (absconditum in passionibus) el apóstol en 1 Cor. 1:21: «Pues ya que en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación», de nada le sirve reconocer a Dios en su gloria y majestad, si no lo reconoce en la humildad y vergüenza de la cruz. Así destruye Dios la sabiduría de los sabios, como Isa. 45:15 dice: "Verdaderamente eres un Dios que te escondes". Así también, en Juan 14:8, donde Felipe habló según la teología de la gloria: "Muéstranos al Padre". pensó en ver a Dios en otra parte y lo llevó a sí mismo, diciendo: «Felipe, el que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Juan 14,9). Por eso la verdadera teología y el reconocimiento de Dios están en Cristo crucificado, como también dice Juan 10 (Juan 14:6)» «Nadie viene al Padre, sino por mí». «Yo soy la puerta» (Juan 10:9), y así sucesivamente.
21. El teólogo de la gloria llama al mal bien y al bien mal: el teólogo de la cruz llama a las cosas como son en realidad.
Es evidente, porque al ignorar a Cristo, ignora al Dios que está escondido en sus sufrimientos. Prefiere así las obras a los sufrimientos, la gloria a la cruz, la sabiduría a la locura y en general, el bien al mal. Estas son las personas a las que el apóstol llama «enemigos de la cruz de Cristo» (Fil. 3:18), porque aborrecen la cruz y los sufrimientos y aman las obras y su gloria. De esta forma vienen a decir que el bien de la cruz es un mal y el mal de la obra es un bien, y ya hemos dicho que no se puede encontrar a Dios sino en el sufrimiento y en la cruz. Por el contrario, los amigos de la cruz afirman que la cruz es buena y las obras malas, porque por medio de la cruz se destruyen las obras y es crucificado Adán, que se erige sobre las obras. Es imposible que una persona no se envanezca con sus «buenas obras» a menos que primero haya sido desinflada y destruida por el sufrimiento y el mal hasta que sepa que no vale nada y que sus obras no son suyas sino de Dios.
22. Esa sabiduría que ve las cosas invisibles de Dios en las obras tal como las percibe el hombre, está completamente hinchada, ciega y endurecida.
Esto ya se ha dicho. Como los hombres no conocen la cruz y la odian, necesariamente aman lo contrario, es decir, la sabiduría, la gloria, el poder, etc. Tal predilección no puede sino cegarlos y endurecerlos cada vez más. Es imposible, en efecto, que la codicia se sacie con lo deseado una vez conseguido. De igual manera que se acrecienta el amor al dinero cuanto más riqueza se tiene, así sucede con esta hidropesía del alma: cuanto más se bebe, más sediento se está. Como dice el poeta: «Cuanto más beben, más ansiosos de agua están». Y en Eclesiastés 1:8: « No se sacia el ojo de ver, ni el oído de oír». Así sucede con todas las codicias.
Por eso mismo, el deseo de saber no se aquieta por la ciencia lograda sino que aumenta cada vez más. De la misma forma, la codicia de gloria no se sacia con la gloria ya adquirida, ni el deseo de dominación por la potencia y el imperio, ni el deseo de ser loado por la alabanza, etc., como muestra Cristo en Juan 4:13, donde dice: "Todo el que beba de esta agua volverá a tener sed". El remedio para curar el deseo no está en satisfacerlo, sino en extinguirlo. En otras palabras, quien desea volverse sabio no busca la sabiduría progresando hacia ella, sino que se vuelve necio retrocediendo hacia la búsqueda de la "locura". Asimismo, el que quiera tener mucho poder, honor, placer y satisfacción en todas las cosas, debe huir antes que buscar poder, honor, placer y satisfacción en todas las cosas. Esta es la sabiduría que es locura para el mundo.
23. La «ley trae la ira» de Dios (Rom. 4:15), mata, injuria, acusa, juzga y condena todo lo que no está en Cristo.
Así se lee en la carta a los Gálatas 3:10: «Cristo nos redimió de la maldición de la ley », « Porque todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición» Gál. 3:10. En la carta a los Romanos 4:15: «Pues la ley produce ira». En Romanos 7:10: «Y hallé que el mismo mandamiento que era para vida, a mí me resultó para muerte». Y en Romanos 2:12 «todos los que sin ley han pecado, sin ley también perecerán; y todos los que bajo la ley han pecado, por la ley serán juzgados». Por eso, el que se gloría de la ley como sabio e instruido, se está gloriando de su confusión, de su maldición, de la ira de Dios, de la muerte. Como Romanos 2:23 «¿Tú que te jactas de la ley?».
24. No obstante, no es mala esta sabiduría ni tiene que evitarse la ley: pero el hombre, sin la teología de la cruz abusa de las cosas mejores, desde el momento en que se atribuye a sí mismo la sabiduría y las obras.
Porque «la ley es santa» (Rom. 7:12), y «todo don de Dios perfecto» (1 Tim. 4:4), y «buena toda criatura» (Gén. 1:31). Pero, como hemos dicho, el que aún no ha sido destruido, aniquilado por la cruz y el sufrimiento, se atribuye a sí mismo obras y sabidurías que debe conceder a Dios, y así abusa de los dones divinos y los mancilla. Ahora bien, quien ha sido aniquilado por los sufrimientos ya no obra por sí mismo (cf. Flp 2:7) sino que reconoce que Dios obra y cumple en él todas las cosas. Por eso le da igual actuar o no: no se glorifica si Dios actúa en él ni se turba si no lo hace. Sabe que le basta con sufrir, ser destruido por la cruz para aniquilarse más cada vez. Cristo dice en Juan 3:7: «Os es necesario nacer de nuevo »; si hay que renacer es necesario que antes se muera y ser exaltado con el hijo del hombre. Y morir, digo yo, es sentir la muerte presente.
25. No es justo quien obra muchas cosas, sino el que, sin obras, cree mucho en Cristo.
Porque la justicia de Dios no se adquiere por medio de actos que se repiten con frecuencia, como enseñó Aristóteles, sino que se imparte por la fe, porque «el justo por la fe vivirá » (Rom. 1:17), y en Romanos 10:10 «Porque con el corazón se cree para justicia ». Por eso prefiero entender la expresión «sin obra» no en el sentido de que el justo no haga nada, sino en el sentido de que sus obras no constituyen su justicia o, mejor, que su justicia es la que hace las obras. En efecto, la fe y la gracia se infunden en nosotros sin obras por nuestra parte; una vez infundida la fe y la gracia es cuando se siguen las obras. Se dice por eso en Romanos 3:20: « por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él», y «Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley» (Rom. 3:28), es decir, que nada aportan las obras para la justificación. En consecuencia, puesto que el hombre se ha dado cuenta de que las obras que ejecuta por esta fe no son suyas, sino de Dios, no intenta justificarse por ellas ni en ellas gloriarse, sino que busca a Dios: su justicia, recibida por la fe en Cristo, le basta; o sea, que Cristo es su sabiduría, su justificación, santificación, etc., como está escrito en 1 Corintios 1:30, de forma que él mismo es n vaso o instrumento de Cristo (operatio seu instrumentum).
26. La ley dice «haz esto», y eso jamás se hace; la gracia dice «cree en esto», y todo está ya realizado.
La primera afirmación es evidente por innumerables pasajes del apóstol y de su intérprete Agustín. Y ya queda suficientemente dicho que la ley lo que produce es la ira y retiene a todos los hombres bajo la maldición. Lo segundo se deduce también con claridad de los mismos, porque la fe justifica, y la ley, dice Agustín, ordena lo que la fe alcanza. Por la fe Cristo está en nosotros, o, mejor, se identifica con nosotros; es así que Cristo es justo y cumple todos los mandamientos de Dios, luego también nosotros cumplimos todas las cosas por él, puesto que por la fe se ha convertido en propiedad nuestra.
27. Mejor sería decir que la obra de Cristo es actuante (operans) y la nuestra cumplida (operatum) de esta forma y por tanto, obra cumplida que agrada a Dios por la gracia de la obra actuante.
Desde el momento en que Cristo habita en nosotros por la fe nos incita a las obras por esta fe viviente en las suyas. Las obras por él realizadas son, en efecto, el cumplimiento de los preceptos divinos; ellas nos han sido dadas por la fe, y su consideración nos incita a imitarlas. Por eso dice el apóstol: «Sed imitadores de Dios como hijos bien amados» (Efesios 5:1). De esta suerte las obras de misericordia se animan por las obras en virtud de las cuales él nos ha salvado, como dice Gregorio: «Cada acto de Cristo es para nosotros instrucción, más aún, un estímulo». Su acción está en nosotros, vive también en nosotros por la fe, nos arrastra poderosamente conforme a las palabras: «Atráeme; en pos de ti correremos (Cantares 1:4) como ungüento derramado (Cantares 1:3)», es decir, «de tus obras».
28. El amor de Dios no encuentra, sino que crea, lo que le agrada. El amor del hombre surge a través de lo que le agrada.
La segunda parte es evidente y se encuentra en todos los filósofos y teólogos, pues el objeto del amor es su causa, si se afirma con Aristóteles que todas las potencias del alma son pasivas, son materia, y sólo actúan cuando reciben algo (Ética a Nicómaco 8. 2). Así también se demuestra que la filosofía de Aristóteles es contraria a la teología porque en todas las cosas busca lo que le es propio y recibe en lugar de dar algo bueno. .
La primera parte también es clara, porque el amor de Dios, viviente en el nombre, ama a los pecadores a los insensatos. a los débiles de tal suerte, para hacerlos justos, buenos, sabios, fuertes. En lugar de buscar su propio bien, el amor de Dios brota y otorga el bien. Los pecadores, de esta suerte, son hermosos por ser amados y no son amados por ser hermosos. Y al contrario: el amor del hombre huye de los pecadores, de los malos. Dice Cristo: «No he venido para llamar a los justos sino a los pecadores» (Mateo 9:13). Este es el amor de la cruz, nacido de la cruz, que se vuelve hacia donde no encuentra el bien del que puede gozar, sino donde pueda agraciar el bien al miserable y al indigente. « Más bienaventurado es dar que recibir» (Hch 20,35), dice el apóstol. Por eso canta el Salmo 41:1 « Bienaventurado el que piensa en el pobre ». porque el intelecto por naturaleza no puede comprender un objeto que no existe, que es la persona pobre y necesitada, sino solo una cosa que existe, que es el verdadero y bien. Por lo tanto, juzga según las apariencias, hace acepción de personas y juzga según lo que se ve, etc.
Siguiendo la propuesta de Lutero de una disputa sobre el tema de las indulgencias, la Orden Agustiniana, a la que pertenecía Lutero, en general apoyó sus puntos de vista. El jefe de la orden en Alemania, Johannes Staupitz, pidió una disputa formal a la que asistiera el liderazgo de la orden, en la que Lutero tendría la oportunidad de ampliar su preocupación. La disputa tuvo lugar en la reunión de la Orden de los Agustinos, en Heidelberg, en abril de 1518. Los oponentes de Lutero tenían la esperanza de que Lutero fuera silenciado, pero Staupitz quería darle a Lutero una audiencia justa, ya que en general simpatizaba con las opiniones de Lutero. En la reunión, Lutero presentó una “teología de la cruz” en oposición a una “teología de la gloria”. La disputa es, en muchos sentidos, más significativa que las 95 tesis, ya que promovieron la creciente comprensión de Lutero de que la teología del catolicismo romano medieval tardío estaba fundamental y esencialmente en desacuerdo con la teología bíblica. Como resultado de la disputa, John Eck propuso un debate entre él y los representantes de las opiniones de Lutero, que se llevó a cabo en Leipzig de junio a julio de 1519.
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