Artículo 21
Creemos, que Jesucristo es el Sumo Sacerdote, con juramento, según el orden de Melquisedec (1), y se ha puesto en nuestro nombre ante el Padre para apaciguar su ira con plena satisfacción, inmolándose a sí mismo en sí madero de la cruz, y derramando su preciosa sangre para purificación de nuestros pecados (2), como los profetas habían predicho. Porque escrito está: “el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados (3); como cordero fue llevado el matadero(4), y fue contado con los pecadores” (5); y como malhechor fue condenado por Poncio Pilato, aunque éste le había declarado inocente (6). Así, pues, “se han hecho poderosos mis enemigos, los que me destruyen sin tener por que” (7) y “Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos”(8), y esto, tanto en su cuerpo como en su alma (9), sintiendo el terrible castigo que nuestros pecados habían merecido, tanto que su sudor fue cayendo en gotas de sangre sobre la tierra (10). Él clamó: “Dios mío. Dios mío, ¿por qué me has desamparado”?(11); y ha padecido todo esto para el perdón de nuestros pecados. Por lo cual, con razón decimos con Pablo: “me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado(12)… aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor”(13); hallamos toda clase de consuelo en sus heridas, y no necesitamos buscar o inventar algún otro medio para reconciliarnos con Dios, sino solamente Su ofrenda: “porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados”(14). Esta es también la causa por la que fue llamada Jesús por el ángel de Dios: “Salvador, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (15).
(1) Sal.110:4; Heb.5:10 – (2) Rom.5:8-9; Heb.9:12; Jn.3:16; I Tim.1:15; Flp. 2:8; I Pe.1:18-19 – (3) Is.53:5; I Pe.2:24 – (4) Is.53:7 – (5) Is.53:12; Mt.15:28 – (6) Jn.18:38 – (7) Sal.69:4 – (8) I Pe.3:18; Ex.12:6; Rom.5:6 – (9) Sal.22:15; Dan.9:26 – (10) Lc.22:44 – (11) Mt.27:46 – (12) I Cor.2:2 – (13) Flp. 3:8 –(14) Heb.9:25-28; 10:14 –(15) Mt.1:21; Hch.4:12; Lc.1:31.
Artículo 22
Creemos que, para obtener verdadero conocimiento de esta gran misterio, el Espíritu Santo enciendo en nuestros corazones una fe sincera (1), la cual abraza a Jesucristo con todos Sus méritos, se lo apropia, y fuera de Él ya no busca ninguna otra cosa (2). Porque necesariamente tiene que concluirse, o que no todo lo que es necesario para nuestra salvación se halla en Jesucristo, o que, si todo está en Él, aquel que posee por la fe a Jesucristo, tiene en Él su salvación completa (3). De modo que, si se dijera que Cristo no es suficiente, por cuanto que además de Él es aun necesario algo más, sería una blasfemia porque de ahí se seguiría, que Cristo es solamente un Salvador a medias. Por eso, justamente decimos con el apóstol Pablo, que “el hombre es justificado sólo por la fe o por la fe sin las obras”(4). Sin embargo, no entendemos que sea la fe misma la que nos justifica, pues ella es solamente un medio por el cual abrazamos a Cristo, nuestra justicia (5). Mas Jesucristo, imputándonos todos sus méritos y las obras santos que Él ha hecho por nosotros y en nuestro lugar, es nuestra justicia (6); y la fe es un instrumento que nos mantiene con Él en la comunión de todos Sus bienes, los cuales, siendo hechos nuestros, nos son más que suficientes para la absolución de nuestros pecados.
1 Sal.51:6; Ef.1:(16)-18; I Tes.1:6; I Cor.2:12 – (2) Gál.2:21 – (3) Jer.23:6; 51:10; I Cor.15:3; Mt.1:21; Rom.8:1; Hch.13:26; Sal.32:1 – (4) Rom.3:20,28; Gál.2:16; Heb.7:19; Rom.10:3-4; 10:9; 4:5; 3:24,27; Flp.3:9; Rom.4:2 – (5) I Cor.4:7 –(6) Rom.8:29,33.
Artículo 23
Creemos, que nuestra bienaventuranza radica en el perdón de nuestros pecados por voluntad de Jesucristo, y que en esto está comprendida nuestra justicia ante Dios (1); como David y Pablo nos enseñan, declarando: que la bienaventuranza del hombre es que Dios le imputa la justicia sin las obras (2). Y este mismo apóstol dice: “siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Rom. 3:24). Y por esto, nos asimos siempre a este fundamento, dando todo el honor a Dios (3), humillándonos y reconociéndonos tales cual somos, sin vanagloriarnos de nosotros mismos o de nuestros méritos (4), apoyándonos y descansando tan sólo en la obediencia de Cristo crucificado (5), la cual es la nuestra propia si creemos en Él. Esta es suficiente para cubrir todas nuestras iniquidades, y darnos confianza, librando la conciencia de temor, asombro y espanto para llegar a Dios, sin hacer como nuestro primer padre Adán, quien, temblando, pretendía cubrirse con hojas de higuera (6). Por cierto, si tuviéramos que comparecer ante Dios confiando en nosotros mismos o en cualquiera otra criatura –por poco que ésta fuese– seríamos (por desgracia) consumidos (7). Y por esto es por lo que cada uno debe decir con David: “Oh Jehová …no entres en juicio con tu siervo; porque no se justificará delante de ti ningún ser humano”(8).
(1) Heb.11:7; I Jn.2:1 – (2) Ef.2:8; II Cor.5:19; I Tim. 2:6; Rom. 4:6 – (3) Ez.36:22,32 –(4) Dt.27:26; Sant.2:10; I Cor.4:4 – (5) Hch.4:12; Sof.3:11-12; Heb.10:20 –(6) Gn.3:7 – (7) Lc.16:15; Sal.18:27 –(8) Sal.143:2.
Artículo 24
Creemos, que esta fe verdadera, habiendo sido obrada en el hombre por el oír de la Palabra de Dios (1) y por la operación del Espíritu Santo, lo regenera, le hace un hombre nuevo, le hace vivir en una vida nueva (2), y lo libera de la esclavitud del pecado (3). Por eso, lejos está de que esta fe justificadora haga enfriar a los hombres de su vida piadosa y santa (4), puesto que ellos, por el contrario, sin esta fe nunca harían nada por amor a Dios (5), sino sólo por egoísmo propio y por temor de ser condenados. Así, pues, es imposible que esta santa fe sea vacía en el hombre; ya que no hablamos de una fe vana, sino de una fe tal, que la Escritura la llama: “la fe que obra por el amor”(6), y que mueve al hombre a ejercitarse en las obras que Dios ha mandado en su Palabra(7), las cuales, si proceden de la buena raíz de la fe, son buenas y agradables a Dios, por cuanto todas ellas son santificadas por su gracia(8). Antes de esto, no pueden ser tenidas en cuenta para santificarnos; porque es por la fe en Cristo que somos justificados, aun antes de hacer obras buenas; de otro modo no podrían ser buenas, como tampoco el fruto de un árbol puede ser bueno, a menos que el árbol mismo lo sea (9). Así, pues, hacemos buenos obras, pero no para merecer (pues, ¿qué mereceríamos?); sí, aun por las mismas buenas obras que hacemos, estamos en deuda con Dios, y no Él con nosotros (10), puesto que “Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (11). Prestamos, pues, atención a lo que está escrito: Cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado; decid: “Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos”(12). Sin embargo, no queremos negar que Dios premie las buenas obras (13); pero es por Su gracia que Él corona sus dádivas (14). Además, a pesar de que hagamos buenas obras, no fundamos por ello nuestra salvación en ellas; porque no podemos hacer obra alguna, sin estar contaminada por nuestra carne, y ser también punible; y aunque pudiéramos producir alguna, el recuerdo de un solo pecado bastaría para que Dios la desechase. De este modo, pues, estaríamos siempre en deuda, llevados de aquí para allá, sin seguridad alguna (15), y nuestras pobres conciencias estarían siempre torturadas, si no se fundaran sobre los méritos de la pasión y muerte de nuestro Salvador16.
(1) Rom.10:17 – (2) Ef.2:4-5 – (3) Jn.8:36 – (4) Tit.2:12 – (5) Heb.11:6; I Tim. 1:5 – (6) Gál.5:6 – (7) Tit.3:8; Rom.9:(31)-32 – (8) Rom.14:23; Heb.11:4 – (9) Mt.7:17 – (10) I Cor.4:7 – (11) Flp.2:13; Is.26:12 – (12) Lc.17:10– (13) Rom.2: 6-7; II Jn.8 – (14) Is.64:6 – (15) Rom.11:5 – (16) Rom.10:11; Hab.2:4.
Artículo 25
Creemos, que las ceremonias y figuras de la Ley han terminado con la venida de Cristo, y que todas las sombras han llegado a su fin (1); de tal modo, que el uso de las mismas debe ser abolido entre los cristianos; no obstante, nos queda la verdad y la substancia de ellas en Cristo Jesús (2), en quien tienen su cumplimiento. Entretanto, usamos aún sus testimonios, tomados de la Ley y de los profetas (3), para confirmarnos en el Evangelio (4), y también para regular nuestra vida en toda honestidad, para honor de Dios, según su voluntad.
(1) Rom.10:4 –(2) Gál.3:24; Col.2:17 – (3) II Pe.1:19; 3:2 – (4) II Pe.3:18.
Artículo 26
Creemos, que no tenemos ningún acceso a Dios sino sólo por el único (1) Mediador y Abogado: Jesucristo, el justo (2); quien a este objeto se hizo hombre, uniendo las naturalezas divina y humana, para que nosotros los hombres tuviésemos acceso a la Majestad Divina (3); de otra manera, ese acceso nos estaría vedado (4). Pero este Mediador que el Padre nos ha dado entre Él y nosotros no debe asustarnos por su grandeza, de modo que nos busquemos otro según nuestro propio criterio (5). Porque no hay nadie, ni en el cielo ni en la tierra, entre las criaturas, que nos ame más que Jesucristo (6); “el cual, siendo en forma de Dios, …se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres”, y esto por nosotros, haciéndose “en todo semejante a sus hermanos”(7).
Si nosotros ahora tuviésemos que buscar otro Mediador que nos fuere favorable, ¿a quién podríamos hallar que nos amara más que Él, que dio su vida (8) por nosotros, siendo enemigos (9)? Y, si buscamos a uno que tenga poder y goce de consideración, ¿quién hay que tenga tanto de ambas cosas, como aquel que se sentó a la diestra de Dios (10), y que dice: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra” (11)? Y, ¿quién será oído (12), antes que el propio bien amado Hijo de Dios? De modo que sólo por desconfianza se ha introducido este uso que deshonra a los santos en vez de honrarlos, haciendo lo que ellos nunca hicieron ni desearon (13), sino que lo han rechazado constantemente como era su sagrado deber, según demuestran sus escritos (14). Y aquí no se tiene que aducir, que seamos dignos; porque aquí no se trata de nuestra dignidad al presentar (15) nuestras oraciones, sino que las presentamos fundándonos únicamente sobre la excelencia y dignidad de nuestro Señor Jesucristo (16), cuya justicia es la nuestra mediante la fe. Por eso, el apóstol, queriendo librarnos de este necio recelo, o mejor aún, de esta desconfianza, nos dice que Jesucristo “debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo. Pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados” (17). Y luego, para infundirnos más valor para ir a Él, nos dice: “Por tanto, teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión. Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro”(18). El mismo apóstol, dice: “Teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo … acerquémonos” -dice- “…en plena certidumbre de fe” (19), etc. Y, asimismo: “Por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre pare intercedes por ellos” (20). ¿Qué más falta?, ya que Cristo mismo declara: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (21). ¿A qué buscar otro abogado, siendo que a Dios le agradó darnos a Su Hijo como Abogado? No lo abandonemos a Él para tomar a otro (22); o lo que es más, para buscar a otro, sin poderlo encontrar jamás; porque cuando Dios nos lo dio, sabía muy bien que nosotros éramos pecadores. Por eso, según el mandato de Cristo, invocamos al Padre Celestial por medio de Cristo, nuestro único Mediador (23), conforme hemos aprendido en la oración del Señor (24); estando seguros, que cuanto pidiéramos al Padre en su nombre, nos será dado (25).
(1) I Tim.2:5 – (2) I Jn.2:1 – (3) Ef.3:12 – (4) Rom.8:26 – (5) Jer.2:11; 16-20 – (6) Ef.3:19; Mt.11:28 – (7) Flp.2:6-7; Heb.2:17a – (8) Jn.15:13 – (9) Rom.5:8 – (10) Heb.1:3 – (11) Mt.28:18 – (12) Sant.5:17-18 – (13) Sal.115:1 – (14) Hch.14:(14)-15 – (15) Jer.17:5 – (16) Jer.17:7; I Cor.1:30 – (17) Heb.2:17-18 – (18) Heb.4:14-16 – (19) Heb.10:19,22 – (20) Heb.7:24-25 – (21) Jn.14:6 – (22) Sal.44:20 – (23) I Tim.2:5; I Jn.2:1; Heb.13:15 – (24) Lc.11:2-4 – (25) Jn.14:13.
Artículo 27
Creemos y confesamos una única Iglesia Católica universal (1,) la cual es una santa congregación (2) de los verdaderos creyentes en Cristo (3), quienes toda su salvación la esperan en Jesucristo (4), siendo lavados por su sangre, y santificados y sellados por el Espíritu Santo (5). Esta Iglesia ha sido desde el principio del mundo, y será hasta el fin (6), deduciéndose, según esto, que Cristo es un Rey eterno (7) que no puede estar sin súbditos. Y esta santa Iglesia es guardada por Dios, sostenida (8) contra el furor del mundo entero (9); si bien, a veces, durante algún tiempo ella parece a los ojos de los hombres haber venido a ser muy pequeña y quedar reducida a una apariencia (10); así como el Señor, durante el peligroso reinado de Acab, retuvo para sí a siete mil almas que no doblaron sus rodillas ante Baal (11). Esta santa Iglesia tampoco está situada, sujeta o delimitada a cierto lugar o a ciertas personas, sino que se halla esparcida y extendida por todo el mundo; estando, sin embargo, ensamblada y reunida (12) con el corazón y la voluntad en un mismo Espíritu, por el poder de la fe.
(1) Gn.22:18 – (2) Jn.10:3-4,14,16 – (3) Hch.2:21 – (4) Lc.17:21 –(5) II Tim.2:19 – (6) Jer.31:36 – (7) II Sam.7:16; Sal.110:4; 89:36; Mt.28:18-20 – (8) Sal.102:13 – (9) Sal.46:5; Mt.16:18 – (10) I Pe 3:20; Is.1:9 – (11) I Re.19:18– (12) Hch.4:32; Ef.4:3-4.
Artículo 28
Creemos –toda vez que esta santa congregación(1) es una reunión(2) de los que son salvos, y que fuera de ella no hay salvación–, que nadie, de cualquier condición o cualidad que sea, debe permanecer aislado para valerse por su propia persona; sino que todos están obligados a ella y reunirse con ella; manteniendo la unidad de la Iglesia, sometiéndose a su enseñanza y disciplina, inclinándose bajo el yugo de Jesucristo(3), y sirviendo a la edificación de los hermanos(4), según los dones que Dios les ha otorgado, como miembros entre sí de un mismo cuerpo. Para que esto es pudiera observar mejor, es deber de todos los creyentes –según la Palabra de Dios– separarse de aquellos que no son de la Iglesia (5), y unirse a esta congregación (6) en cualquier lugar donde Dios la haya establecido; aún en el caso que los magistrados y los edictos de los Príncipes estuviesen en contra de ello (7), y que la muerte o algún otro castigo corporal pendiese de eso mismo (7). Por lo tanto, todos aquellos que se separan de ella o que no se unen a ella, obran contra lo establecido por Dios.
(1) Heb.2:11-112 – ( 2) Sal.22:22 – (3) Mt.11:28-30 – (4) Ef.4-12 – (5) Is.49:22; 52:11-12; Ap.17:2; 18:4 – (6) Heb.10:25 – (7) Hch.4:19.
Artículo 29
Creemos, que por medio de la Palabra de Dios se ha de distinguir diligentemente y con buena prudencia, cuál sea la Iglesia verdadera (1); puesto que todas las sectas existentes hoy día en el mundo se cubren con el nombre de Iglesia (2). No hablamos aquí de la compañía de los hipócritas (3), los cuales se hallan en la Iglesia entremezclados con los buenos y, sin embargo, no son de la Iglesia, si bien corporalmente están en ella; sino que decimos, que el cuerpo y la comunión de la Iglesia verdadera se han de distinguir de todas las sectas que dicen que son la Iglesia. Los signos para conocer la Iglesia verdadera son estos; la predicación pura del Evangelio (4); la administración recta de los Sacramentos (5), tal como fueron instituidos por Cristo; la aplicación de la disciplina cristiana, para castigar los pecados (6). Resumiendo: si se observa una conducta de acuerdo a la Palabra pura de Dios (7), desechando todo lo que se opone a ella, teniendo a Jesucristo por la única Cabeza (8). Mediante esto se puede conocer con seguridad a la Iglesia verdadera, y a nadie le es lícito separarse de ella. Y respecto a los que son de la Iglesia, a éstos se los puede conocer por las señales características de los cristianos, a saber: por la fe, y cuando, habiendo aceptado al único Salvador Jesucristo (9), huyen del pecado (10) y siguen la justicia, aman al verdadero Dios y a sus prójimos, no se apartan ni a derecha ni a izquierda, y crucifican la carne (11) con las obras de ella. No es que ya no haya grandes debilidades en ellos (12), sino que luchan contra ellas todos los días de su vida por medio del Espíritu, amparándose (13) constantemente en la sangre, muerte, dolor y obediencia del Señor Jesús, en quien tienen el perdón de sus pecados, por la fe en Él. En cuanto a la falsa iglesia, ésta se atribuye a sí misma y a sus ordenanzas más poder y autoridad(14) que a la Palabra de Dios, y rehúsa someterse al yugo de Cristo(15); no administra los Sacramentos como lo ordenó Cristo en su Palabra, sino que quita agrega a ellos como mejor le parece; se apoya más en los hombres que en Cristo; persigue a aquellos que santamente viven según la Palabra de Dios(16), y a los que la reprenden por sus defectos, avaricia e idolatría(17). Estas dos iglesias son fáciles de conocer, y de distinguir la una de la otra.
(1) Mt.13:24-29,38 – (2) Ap.2:9 – (3) Rom.9:6; II Tim.2:18-20 – (4) Gál.1:8 – (5) I Cor.11:20,27 – (6) I Cor.5:13; I Tes.5:14; II Tes.3:6,14; Tit.3:10 – (7) Ef. 2:20; Col.1:23; Jn.17:20; Hch.17:11 – (8) Jn.18:37; Jn.10:4,14; Ef.1:22; Mt.28:18-20 – (9) I Jn.4:2 – (10) Rom.6:12 – (11) Gál.5:24 – (12) Rom.7:(5),15; Gál.5:17 – (13) Col.1:12 – (14) Col.2:18b-19 – (15) Col.2:18a – (16) Ap.2:9; Jn.16:2 – (17) Ap.17:3.
Artículo 30
Creemos, que esta iglesia debe ser gobernada según la dirección espiritual que nuestro Señor nos enseñó en su Palabra; a saber, que debe haber Ministros o Pastores para predicar la Palabra de Dios y para administrar los Sacramentos(1); que también haya Ancianos(2) y Diáconos(3) para formar juntamente con los Pastores el Consejo de la Iglesia; y por este medio observar la verdadera religión, y hacer que la buena doctrina tenga su curso; que también los transgresores sean castigados y refrenados; para que también los pobres y los afligidos sean ayudados y consolados según tengan necesidad(4). Por este medio todas las cosas marcharán bien y ordenadamente en la iglesia, cuando se elige a aquellas personas que son fieles, según la regla que de ello da san Pablo en la carta a Timoteo (5)
(1) Cor.4:1-2; II Cor.5:19; 15:10 – (2) Tit.1:5 – (3) Hch.6:2-3 – (4) Hch.15:25-28; I Cor.16:3 – (5) I Tim.3:2-7; 3:8-12.
Artículo 31
Creemos, que los Ministros de la Palabra de Dios, Ancianos y Diáconos deben ser elegidos para sus oficios (1) por elección de la Iglesia (2), bajo la invocación del Nombre de Dios (3) y con buen orden según enseña la Palabra de Dios (4). Así, pues, cada uno debe cuidarse muy bien de no entrometerse por medios inconvenientes sino esperar el tiempo en que sea llamado por Dios, para que tenga testimonio de su llamamiento, y estar asegurado y cierto de que éste proviene del Señor. Referente a los Ministros de la Palabra, en cualquier parte que estén, tienen un mismo poder y autoridad, siendo todos ellos Ministros de Jesucristo (5), el único Obispo universal y la única Cabeza de la Iglesia (6). Además, a fin de que las santas ordenanzas de Dios no sean lesionadas o tenidas en menos, decimos que cada uno debe tener en especial estima a los Ministros de la Palabra y a los Ancianos de la Iglesia (7), en razón del trabajo que desempeñan, llevándose en paz con ellos (8), sin murmuraciones, discordia o disensión, hasta donde sea posible.
(1) Rom.12:7-8 – (2) Hch.1:23; 6:2-3; 13:2; I Cor.12:28 – (3) I Tim.5:22; 4:14 – (4) Heb.5:4 – (5) Hch.26:16; Mt.23:8-10 – (6) Ef.1:22 – (7) I Cor. 3:8 – (8) I Tes.5:12-13; Heb.13:17; I Tim.3:13.
Artículo 32
Creemos además, que los que rigen las iglesias deben ver que es bueno y útil que instituyan y confirmen entre sí cierta ordenanza tendente a la conservación del cuerpo de la Iglesia (1), y que esto no obstante deben cuidar de no desviarse de lo que Cristo, nuestro único Maestro, ha ordenado (2). Por esto, desechamos todo invento humano y todas las leyes que se quisieran introducir para servir a Dios, y con ellas atar y apremiar las conciencias en cualquier forma que ello fuese posible (3). De manera, pues, que únicamente aceptamos aquello que es útil para fomentar y conservar la concordia y unidad, y mantener todo en la obediencia a Dios. Para lo cual se exige la excomunión o la disciplina eclesiástica, ejecutada según la Palabra de Dios, con todo lo que a ella esta ligado (4).
(1) I Cor.7;17 – (2) Col.2:6 – (3) Mt.15:9; Is.29:13; Gál.5:1 – (4) Rom.16;17; Mt.18:17; I Cor.5:5; I Tim.1:20.
Artículo 33
Creemos, que nuestro buen Dios, atento a nuestra rudeza y flaqueza, nos ha ordenado los Sacramentos(1) para sellarnos sus promesas, y para ser prendas de la buena voluntad y gracia de Dios hacia nosotros, y también para alimentar y mantener nuestra fe(2); los cuales unió a la Palabra del Evangelio(3) para presentar mejor a nuestros sentidos externos tanto lo que Él nos da a entender en su Palabra, como lo que Él hace interiormente en nuestros corazones(4), haciendo eficaz y firme en nosotros la salvación que Él nos comunica. Son signos (5) visibles y sellos de algo interno e invisible, por medio de los cuales Dios obra en nosotros por el poder del Espíritu Santo. Así, pues, las señales no son vanas ni vacías, para engañarnos; porque Jesucristo es su verdad, sin el cual ellas no serían absolutamente nada. Además, nos contentamos con el número de Sacramentos que Cristo, nuestro Maestro, nos ha ordenado, los cuales no son más que dos, a saber: El Sacramento del Bautismo (6), y el de la Santa Cena de Jesucristo (7).
(1) Rom.4:11; Gn.17:11; Ex.12:13 – (2) Col.1:9,11 – (3) Mt.28:19 – (4) Rom.10:8-9 – (5) Gn.9:13 – (6) Col.2:11-12a; I Pe.3:20; I Cor.10:2; Mt.28:19 – (7) I Cor.5:7.
Artículo 34
Creemos y confesamos, que Jesucristo, el cual es el fin de la Ley(1), por su sangre derramada ha puesto término a todos los demás derramamientos de sangre que se pudieran o quisieran hacer para propiciación y paga de los pecados; y que Él, habiendo abolido la circuncisión que se hacía con derramamiento de sangre, en lugar de ésta ha ordenado el Sacramento del Bautismo(2), por el cual somos recibidos en la Iglesia de Dios, y separados de todos los otros pueblos y religiones extrañas, a fin de estarle a Él totalmente consagrados, llevando su enseñanza y estandarte; y nos sirve de testimonio de que Él será eternamente nuestro Dios, siéndonos un Padre clemente. Así pues Él ha mandado bautizar a todos los suyos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, solamente con agua; dándonos con esto a entender, que así como el agua limpia la suciedad del cuerpo al ser derramada sobre nosotros, lo cual se ve en el cuerpo de aquel que recibe el Bautismo y lo rocía, así la sangre de Cristo hace lo mismo dentro(3) del alma al ser rociada por el Espíritu Santo(4), ser ésta purificada de sus pecados(5), y hacer que de hijos de ira seamos regenerados(6) en hijos de Dios. No es que esto sucede por el agua externa (8), sino por la aspersión de la preciosa sangre del Hijo de Dios (9); el cual es nuestro Mar Rojo, a través del cual debemos pasar (10), a fin de evitar las tiranías de Faraón, que es el diablo, y entrar en la tierra del Canaán espiritual. Así los ministros nos dan de su parte el Sacramento, y lo que es visible; pero nuestro Señor da lo que por el Sacramento es significado, a saber, los dones y gracias invisibles, lavando, purificando y limpiando nuestra alma (11) de todas las suciedades e injusticias, renovando nuestro corazón y colmándolo de toda consolación, dándonos una verdadera seguridad de su bondad paternal, revistiéndonos del hombre nuevo (12), y desnudándonos del viejo con todas sus obras. Por esta razón, creemos, que quien desea entrar en la vida eterna debe ser bautizado una vez con el único Bautismo (13) sin repetirlo jamás (14); porque tampoco podemos nacer dos veces. Más este Bautismo es útil no sólo mientras el agua está sobre nosotros, sino también todo el tiempo de nuestra vida. Por tanto, reprobamos el error de los Anabaptistas, quienes no se conforman con un solo bautismo que una vez recibieron; y que además de esto, condenan el bautismo de los niños de creyentes; a los cuales nosotros creemos que se ha de bautizar y sellar con la señal del pacto, como los niños en Israel eran circuncidados en las mismas promesas (15) que fueron hechas a nuestros hijos. Y por cierto, Cristo ha derramado su sangre no menos para lavar a los niños de los creyentes, que lo haya hecho por los adultos (16). Por lo cual, deben recibir la señal y el Sacramento de aquello que Cristo hizo por ellos; conforme el SEÑOR en la Ley mandó (17) participarles el Sacramento del padecimiento y de la muerte de Cristo, poco después que hubieran nacido, sacrificando por ello un cordero, lo cual era un signo de Jesucristo. Por otra parte, el Bautismo significa para nuestros hijos lo mismo que la Circuncisión significaba para el pueblo judío; lo cual da lugar a que san Pablo llame al Bautismo “la circuncisión de Cristo” (18).
(1) Rom.10:4 – (2) Mt.28:19 – (3) Jn.19:34; I Jn.5:6 – (4) I Cor.12:13; Mt.3:11 – (5) Heb. 9:(13)-14; I Jn.1:7; Hch.22:16; Ap.1:5b – (6) Tit.3:5 – (7) I Cor.3:7; I Pe.3:21 – (8) I Pe.1:2; II Pe.2:24 – (9) Rom.6:3 – (10) Ef.5:25-26; I Cor.6:11 – (11) Tit.3:5 – (12) Gál.3:27 – (13) Mt.28:19; Ef.4:5 – (14) Heb.6:1-2a; Hch.8: 16-17 – (15) Gn.17:11-12; Mt.19:14; Hch.2:39 – (16) I Cor.7:14 – (17) Lv.12:6 – (18) Col.2:11.
Artículo 35
Creemos y confesamos, que nuestro Señor Jesucristo ha ordenado e instituido el Sacramento de la Santa Cena (1) para alimentar y sostener (2) a aquellos que ya ha regenerado e incorporado en su familia, la cual es la iglesia. Aquellos que han sido regenerados tienen ahora en sí dos clases de vida (3): una corporal y temporal, que han traído de su primer nacimiento y es común a todos los hombres; otra espiritual y celestial, que les es dada en el segundo nacimiento, el cual se produce por la Palabra del Evangelio (4), en la comunión del Cuerpo de Cristo; y esta vida no es común a todos, sino sólo a los elegidos de Dios. De este modo, Dios ha dispuesto, para mantenimiento de la vida corporal y terrenal, un pan terrenal y visible que sirve para ello y que es común a todos, de la misma manera que la vida. Pero, para mantener la vida espiritual y celestial que poseen los creyentes, Él les ha enviado un pan vivo, que descendió del cielo (5), a saber, Jesucristo; este pan alimenta y sostiene (6) la vida espiritual de los creyentes, cuando Él es comido, esto es: cuando Él es apropiado y recibido por la fe, en el espíritu. A fin de representarnos este pan celestial y espiritual, Cristo ha dispuesto un pan terrenal y visible por Sacramento de Su cuerpo, y el vino por Sacramento de Su sangre(7), para manifestarnos, que tan ciertamente como recibimos el sacramento y lo tenemos en nuestras manos y lo comemos y bebemos con nuestra boca, por lo cual es conservada nuestra vida, así es de cierto también que recibimos en nuestra alma(8), para nuestra vida espiritual, por la fe (que es la mano y la boca de nuestra alma) el verdadero cuerpo y la sangre de Cristo, nuestro único Salvador. Ahora pues, es seguro e indudable, que Jesucristo no nos ha ordenado en vano los sacramentos. Pues, de este modo obra en nosotros todo lo que Él nos pone ante los ojos por estos santos signos; si bien la manera excede a nuestro entendimiento y nos es incomprensible, al igual que la acción del Espíritu Santo es oculta e incomprensible. Mientras tanto, no erramos cuando decimos, que lo que por nosotros es comido y bebido, es el propio cuerpo y la propia sangre de Cristo (9); pero la manera en que los tenemos no es la boca, sino el espíritu por la fe. Así pues, Jesucristo permanece siempre (10) sentado a la diestra de Dios, su Padre, en los cielos (11), y sin embargo no por eso deja de hacernos partícipes de Él por la fe. Esta comida es una mesa espiritual, en la cual Cristo mismo se nos comunica con todos sus bienes, y en ella nos da a gustar tanto a sí mismo, como los méritos de su muerte y pasión; alimentando, fortaleciendo y consolando nuestra pobre alma por la comida de su carne, refrigerándola y regocijándola por la bebida de su sangre. Por lo demás; aunque los sacramentos están unidos con las cosas significadas, sin embargo, no son recibidos por todos (12) de igual manera. El impío recibe sí el sacramento para su condenación. Pero no recibe la verdad del sacramento (13); igual que Judas y Simón Mago, ambos recibieron el sacramento, pero no a Cristo, que es significado por eso mismo, y quien únicamente es comunicado a los creyentes (14). Por último, recibimos el Sacramento en la congregación del pueblo de Dios, con humildad y reverencia, guardando entre nosotros un santo recuerdo de la muerte de Cristo, nuestro Salvador, con acción de gracias, y además hacemos confesión de nuestra fe y de la religión cristiana (15). Por eso, es conveniente que nadie se allegue al sacramento sin haberse probado (16) primero a sí mismo, para que al comer de este pan y al beber de esta copa, no coma y beba juicio para sí (17).
En resumen, por el uso de este santo Sacramento somos movidos a un ardiente amor hacia Dios y hacia nuestro prójimo. Por todo lo cual, desechamos todas las invenciones condenables que los hombres han agregado y mezclado a los Sacramentos como profanaciones de los mismos, y decimos que es preciso conformarse con la institución que de los Sacramentos nos enseñaron Cristo y sus apóstoles.
(1) Mt.26:26-28; Mk.14:22-24; Lc.22:19-20; I Cor.11:23-26 – (2) Jn.10:10b – (3) Jn.3-6 – (4) Jn.5:25 – (5) Jn.6:48-51 – (6) Jn.6:63 – (7) Mt. 26:26; I Cor. 11:24 – (8) Ef.3:17 –(9) Jn.6:(35),55; I Cor.10:16 – (10) Hch.3:21;Mt.26:11 – (11) Mc.16:19 – (12) I Cor.10:3-4 – (13) I Cor.2:14 – (14) II Cor.6:16; Rom.8: 22-32 – (15) Hch.2:42; 20:7 –(16) I Cor.11:28 – (17) I Cor.11:29.
Artículo 36
Creemos, que nuestro buen Dios, a causa de la perversión del género humano, ha establecido (1) los reyes, príncipes y autoridades, ya que Él quiere que el mundo sea regido por leyes y gobiernos (2), para que el desenfreno de los hombres sea reprimido, y todo se haga entre ellos en buen orden (3). A este fin puso Él la espada en manos de las autoridades, para castigo de los malos y protección de los que hacen bien. Su oficio no es sólo observar y velar por el gobierno(4), sino también mantener el santo culto de la Palabra, para exterminar y destruir toda superstición y falso culto de Dios(5), para romper y desbaratar el reino del anticristo, y hacer promover el Reino de Jesucristo(6), y hacer predicar en todas partes la Palabra del Evangelio, a fin de que Dios sea de todas partes la Palabra del Evangelio, a fin de que Dios sea de todos servido y honrado como Él lo manda en Su Palabra. Además, cada uno, sea de la condición o estado que fuere, está obligado a someterse(7) a las autoridades, pagar los impuestos(8), rendirles honor y respeto(9), y obedecerlos en todo lo que no vaya contra la Palabra de Dios(10); orando por ellos en sus oraciones, para que el Señor los guíe en todos sus caminos(11), y para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad(12). En virtud de esto, no concordamos con los anabaptistas y otros hombres rebeldes, que rechazan a las autoridades y magistrados, y pretenden derribar la justicia (13), introduciendo la comunidad de bienes, y trastornado la honorabilidad que Dios estableció entre los hombres.
(1) Rom.13:1; Prov.8:15; Dan.2:21 – (2) Ex.18:20 – (3) Jer.22:3; Sal.82:3,6; Dt.1:16; Jer.21:12; Jue.21:25; Dt.16:19 – (4) Dt.17:18-20 – (5) Sal.101; I Re.15:12; II Re.29:3-4 – (6) Is.49:23 – (7) Mt.22:21; Tit.3:1; Rom.13:1– (8) Rom.13-7; Mt.17:27 – (9) I Pe.2:17; Rom.13:7b – (10) Hch.4:19; 5:29 – (11) Os.5:10; Jer.27:5 – (12) I Tim.2:1-2 – (13) II Pe.2:10; Jds.8 y 10.
Artículo 37
Finalmente, creemos, que según la Palabra de Dios (1), cuando el tiempo (que todas las criaturas ignoran (2)) ordenado por el SEÑOR haya llegado, y el número de los elegidos esté completo (3), nuestro Señor Jesucristo vendrá del cielo (4) corporal y visiblemente como ascendió, con gloria y majestad (5), para declararse Juez sobre vivos y muertos (6), poniendo a este viejo mundo en fuego y llamas para purificarlo. Y entonces comparecerán personalmente ante este Juez todos los hombres (7), tanto varones como mujeres y niños que desde el principio del mundo hasta su fin habrán existido, siendo emplazados con voz de arcángel, y con trompeta de Dios (8). Porque todos aquellos que hayan muerto, resucitarán de la tierra (9), siendo reunidas y juntadas las almas con sus propios cuerpos en los que hubieron vivido. Y en cuanto a los que entonces vivan aún, estos no morirán como los otros, sino que en un instante serán transformados (10), y de corruptibles serán tornados incorruptibles. Entonces, los libros serán abiertos (esto es, las conciencias), y los muertos serán juzgados (11) según lo que en este mundo hubieran hecho, sea bueno o malo. Los hombres darán cuenta de todas las palabras ociosas que hablaron (12) y a las que el mundo no atribuía ninguna importancia, considerándolas como juego de niños y pasatiempo; quedarán entonces descubiertos públicamente, ante todos, los secretos y las hipocresías de los hombres. Por eso, la consideración de este Juicio es justamente terrible y pavorosa para los malos e impíos, y muy deseable y consoladora para los malos e impíos(13), y muy deseable y consoladora para los piadosos y elegidos, puesto que entonces su plena redención será consumada, y allí recibirán los frutos de los trabajos y de las penas que sobrellevaron(14); su inocencia será conocida de todos; y verán la terrible venganza que Dios hará contra los impíos que los tiranizaron, oprimieron y atormentaron en este mundo. Estos serán vencidos por el testimonio de sus propias conciencias (15), y serán inmortales, pero en tal forma, que serán atormentados en el fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles (16). En cambio, los creyentes y elegidos serán coronados con gloria y honor (17). El Hijo de Dios confesará sus nombres delante de Dios el Padre y de sus ángeles escogidos (18); todas las lágrimas serán limpiadas de los ojos de ellos (19); su causa, que al presente es condenada por muchos jueces y autoridades como herética e impía, será conocida como la causa del Hijo de Dios mismos (20). Y como remuneración por gracia (21), el SEÑOR les hará poseer una gloria tal (22), que ningún corazón humano jamás podría concebir (23). Por eso, esperamos ese gran día con inmenso deseo, para gozar plenamente las promesas de Dios, en Jesucristo, nuestro Señor (24).
(1) Mt.13;23 – (2) Mt.25:13; 24:36; I Tes.5:1-2; II Pe. 3:9-10 – (3) Ap.6:11 – (4) Hch.1:11 – (5) Mt.24:30; Mt.25:31; Ap.20:11 – (6) II Tim.4:1; I Pe.4:5; Jds.15 – (7) Mr.12:18; Mt.11:22-23,33 – (8) I Tes.4:16 – (9) Jn.5:28-29 – (10) I Cor.15: 51-52 – (11) Dan.7:10b; Heb.9:27; Ap.20:12 – (12) I Jn.5:29; Rom.2:5-6; II Cor.5:10; Ap.22:12 – (13) Mt.12:36 – (14) II Pe.2;9; Heb.10:27; Ap.14:7a – (15) Lc.14:14; II Tes.1:5; I Jn.4:17 – (16) Guido de Brès cita aquí el libro de la Sabiduría (apócrifo), por lo cual debemos tener muy en cuenta lo que el art. 6 dice a este respecto. Así pues, cita del cap.5, los versos 1:8 y 15-17 – (17) Mt.25:41; Ap.21:8 – (18) Mt.10:32; Ap.3:5 – (19) Is.25:8; Ap.21:4 – (20) Is.66:5 – (21) Lc.14:14 – (22) Dan.7:22-27 – (23) I Cor.2:9 –(24) II Cor.1:20.
-fin-
Breve reseña de la confesión Belga
La Confesión de fe de las iglesias reformadas de los Países Bajos
(Confesión Belga) o los 37 artículos, que data de 1561, (época de la gran reforma de la Iglesia) Por la que su redactor Guido de Brés y muchos fieles cristianos fueron perseguidos e incluso muertos a causa de ella, y en la que se repite (según su prólogo) lo que dice la Biblia, y sabido es, que la Biblia es la Palabra de Dios: La Palabra de verdad, que tiene validez en toda época)
En el Siglo XVII se le conocía con el título en latín “Confessio Belgica”. El término “Belga” apuntaba a todos los Países Bajos, norte y sur, lo que hoy abarcan dos países distintos, Bélgica y Países Bajos. El autor primario de la confesión fue Guido de Brès, un predicador de las iglesias reformadas de los Países Bajos, que murió como mártir de la fe en 1567. Durante el Siglo XVI, las iglesias del país sufrieron una terrible persecución de parte del gobierno católico. Para protestar en contra de tan cruel persecución, de Brés preparó la confesión el año 1561. De Brés también quería probar ante los perseguidores que los seguidores de la fe reformada no eran rebeldes, como se les acusaba, sino que ciudadanos respetuosos de las leyes, quienes profesaban la verdadera doctrina cristiana según las Sagradas Escrituras.
El texto–pero no su contenido–fue revisado otra vez durante el Sínodo de Dort, en 1618-19, y la confesión fue adoptada como una de las normas confesionales que todos los oficiales de las iglesias reformadas debían suscribir. La confesión ha sido reconocida como uno de los mejores resúmenes oficiales de doctrina reformada.