La Confesión de Fe Escocesa 1560
CAPITULO I:
Dios
Confesamos y reconocemos a un sólo Dios, a quien sólo debemos allegarnos, a quien sólo debemos servir, a quien sólo debemos adorar y en quien sólo debemos confiar. Un Dios quien es eterno, infinito, inconmensurable, incomprensible, omnipotente, invisible; uno en sustancia y sin embargo distinto en tres personas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por quien confesamos y creemos haber sido creadas todas las cosas en el cielo y en la tierra, visibles e invisibles para conservar su esencia y para ser gobernadas y guiadas por su inescrutable providencia para aquellos fines en que su eterna sabiduría, bondad y justicia les ha señalado y para la manifestación de su propia gloria.
CAPITULO II:
La Creación del Ser Humano
Confesamos y reconocemos que nuestro Dios creó al ser humano, es decir, a nuestro primer padre, Adán, conforme a su imagen y semejanza, a quien dio sabiduría, autoridad, justicia, libre determinación y conciencia de sí mismo, de modo que en la totalidad de la naturaleza del ser humano no se encontrase imperfección alguna. De esta dignidad y perfección ambos, el hombre y la mujer, cayeron, la mujer siendo engañada por la serpiente y el hombre obedeciendo la voz de la mujer y ambos conspirando contra la soberana majestad de Dios, quien en palabras claras les había advertido previamente que perecerían si se atrevían a comer del árbol prohibido.
CAPITULO III:
El Pecado Original
A causa de esta transgresión, generalmente llamada pecado original, la imagen de Dios fue totalmente desfigurada en los seres humanos, y estos y sus descendientes llegaron a ser por naturaleza hostiles a Dios, esclavos de Satanás y siervos del pecado. Y así la muerte eterna ha tenido, y tendrá, poder y dominio sobre todos los que no han sido, ni son, ni serán renacidos de nuevo. Este segundo nacimiento es resultado del poder del Espíritu Santo creando en los corazones de los escogidos de Dios, una fe segura en la promesa de Dios revelada a nosotros en su palabra; por medio de esa fe nos asimos de Jesucristo con las gracias y las bendiciones que en él se prometen.
CAPITULO IV:
La Revelación de la Promesa
Creemos firmemente que Dios, después de la espantosa y horrible desobediencia de sus criaturas, buscó a Adán de nuevo, lo llamó, le reprendió y lo declaró culpable de su pecado, y después le hizo una promesa diciéndole que “la semilla de la mujer heriría la cabeza de la serpiente”, esto es, que destruiría las obras del diablo. Esta promesa se repitió de tiempo en tiempo y se hizo más clara; se recibió con gozo, y fue recibida constantemente por todos los fieles desde Adán hasta Noé, de Noé a Abraham, de Abraham a David, y así sucesivamente hasta la encarnación de Cristo Jesús; todos (nos referimos a los padres creyentes bajo la ley) vieron el día gozoso de Cristo Jesús y se regocijaron.
CAPITULO V:
La Persistencia, el Crecimiento y la Preservación de la Iglesia
Creemos con certeza que Dios conservó, instruyó multiplicó, honró, adornó y llamó de muerte a vida a su Iglesia en todas las edades, desde Adán hasta la venida de Cristo Jesús en la carne. Porque él llamó a Abraham a salir de la tierra de sus padres, lo instruyó y multiplicó su simiente, maravillosamente lo preservó y más maravillosamente aún liberó a su descendencia de la esclavitud y tiranía del Faraón; a ellos les dio sus leyes, constituciones y ceremonias; a ellos les dio la tierra de Canaán; después de haberles dado jueces y más tarde a Sal, les dio a David como rey, a quien le dio la promesa de que uno de sus descendientes se sentaría para siempre sobre su trono. A este mismo pueblo envió de tiempo en tiempo, profetas, para hacerle volver al camino recto de su Dios del cual se desviaron algunas veces a causa de la idolatría. Y aunque, a causa de su contumaz desprecio de la justicia se sintió compelido a entregarlos a sus enemigos, como previamente había sido advertido por boca de Moisés, de modo que la santa ciudad fue destruida, arrasado el templo por fuego y la tierra toda desolada durante setenta años, sin embargo, compasivamente les restituyó a Jerusalén, donde la ciudad y el templo fueron reconstruidos, y ellos resistieron todas las tentaciones y asaltos de Satanás hasta que, en cumplimiento de la promesa, el Mesías vino.
CAPITULO VI:
La Encarnación de Cristo Jesús
Al cumplirse la plenitud de los tiempos, Dios envió a este mundo a su Hijo, su eterna sabiduría, la sustancia de su propia gloria, quien tomó la naturaleza humana de la sustancia de una mujer, una virgen, por medio del Espíritu Santo. Y así nació la “simiente justa de David,” el “Ángel del gran consejo de Dios,” el auténtico Mesías prometido, a quien confesamos y reconocemos ser Emmanuel, verdadero Dios y verdadero hombre, dos naturalezas perfectas unidas y juntas en una sola persona. De modo que por nuestra confesión condenamos las abominables y pestilentes herejías de Arrio, Marción, Eutiques, Nestorio y todos cuantos negaron la eternidad de la Deidad o la verdad de su humanidad, o las confundieron o dividieron.
CAPITULO VII:
Por qué el Mediador tenía que ser Verdadero Dios y Verdadero Hombre
Reconocemos y confesamos que esta maravillosa unión, entre la Divinidad y la Humanidad en Cristo Jesús, surgió del eterno e inmutable decreto de Dios de quien proviene y depende toda nuestra salvación.
CAPITULO VIII:
La Elección
Ese mismo eterno Dios y Padre, quien por gracia solamente nos eligió en su Hijo Cristo Jesús antes de poner los cimientos del mundo, le designó para ser nuestra cabeza, nuestro hermano, nuestro pastor y gran obispo de nuestras almas. Pero como la oposición entre la justicia de Dios y nuestros pecados era tal que ninguna carne por sí sola podría llegar a alcanzar a Dios, fue necesario que el Hijo de Dios descendiera a nosotros y tomase un cuerpo semejante al nuestro, carne de nuestra carne, y hueso de nuestro hueso, siendo así el Mediador entre Dios y los seres humanos, dándoles poder, a todos los que creen en él, de ser hijos e hijas de Dios, como él mismo dice: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.”
Por esta santísima hermandad se nos restituye todo lo que perdimos en Adán. Por lo tanto, no tememos llamar a Dios nuestro Padre, no tanto porque nos haya creado, cosa que tenemos en común con los réprobos, sino porque nos ha dado a su único Hijo como nuestro hermano y nos ha dado gracia para reconocerlo y abrazarlo como nuestro único Mediador. Más aún, fue necesario que el Mesías y Redentor fuera verdadero Dios y verdadero hombre porque fue capaz de sufrir el castigo de nuestras transgresiones y presentarse a sí mismo ante el juicio del Padre y, en lugar nuestro, sufrir por nuestra transgresión y desobediencia y por su muerte vencer a aquél que fue el autor de la muerte. Pero porque la Divinidad sola no podía sufrir la muerte, ni tampoco podía la humanidad vencerla, él unió a ambas en una sola persona, de modo que la debilidad de una sufriera y fuera sujeta a la muerte la cual merecíamos y el infinito e invencible poder de la otra, esto es de la Divinidad, triunfara y nos comprara vida, libertad y victoria eterna. Por tanto, esto confesamos y creemos sin duda alguna.
CAPITULO IX:
Pasión, Muerte y Sepultura de Cristo
Que nuestro Señor Jesús se ofreció a sí mismo como un sacrificio voluntario a su Padre por nosotros, que sufrió la contradicción de los pecadores, que fue herido y atormentado por nuestras transgresiones, que él, el limpio e inocente Cordero de Dios, fue condenado por un juez terrenal, para que fuéramos absueltos por el tribunal de Dios, que sufrió no sólo la cruel muerte de cruz, maldita por sentencia de Dios; sino que también sufrió por un tiempo la ira de su Padre, merecida por los pecadores. Sin embargo, reconocemos que él siguió siendo el único, bien amado, y bendito Hijo de su Padre aun en medio de su angustia y tormentos, los que sufrió en cuerpo y alma para hacer plena expiación por los pecados de su pueblo. Por esto confesamos y declaramos que no hay otro sacrificio por el pecado; si alguien afirma que si lo hay, no vacilamos en decir que blasfema contra la muerte de Cristo y la expiación eterna que de ese modo compró para nosotros.
CAPITULO X:
La Resurrección
Creemos, sin duda alguna, que puesto que era imposible que los dolores de la muerte pudieran retener en esclavitud al Autor de la Vida, que nuestro Señor Jesús crucificado, muerto y sepultado, quien descendió a los infiernos, verdaderamente se levantó de nuevo para nuestra justificación, y la destrucción de quien era el autor de la muerte y nos devolvió la vida a nosotros que estábamos sujetos a la muerte y a su cautiverio. Sabemos que su resurrección fue confirmada por el testimonio de sus enemigos, y por la resurrección de los muertos, cuyos sepulcros en verdad se abrieron y se levantaron y aparecieron a muchos en la ciudad de Jerusalén. También fue confirmada por el testimonio de sus ángeles y por los sentidos y el discernimiento de sus apóstoles y de otros que conversaron, comieron y bebieron con él después de su resurrección.
CAPITULO XI:
La Ascensión
No dudamos que el cuerpo mismo que nació de la virgen, fue crucificado, muerto y sepultado, y que se levantó de nuevo, ascendió a los cielos, para el cumplimiento de todas las cosas, donde en nuestro nombre y para nuestro bienestar, él ha recibido todo poder en la tierra y en el cielo, donde está sentado a la diestra del Padre, habiendo recibido su reino, siendo el único abogado y mediador nuestro. Esa gloria, honor y primacia él solo poseerá entre todos los hermanos hasta que todos sus enemigos sean sometidos bajo sus pies, como indudablemente creemos que ocurrirá en el Juicio Final. Creemos que el mismo Señor Jesús regresará visiblemente para este Juicio Final del mismo modo que se le vio ascender. Y entonces, firmemente creemos que llegará el tiempo de restituir y renovar todas las cosas, de modo que aquellos que desde el principio sufrieron violencia, injurias, e injusticia, por causa de la justicia, heredarán la bendita inmortalidad a ellos prometida desde el principio. Por el contrario, serán lanzados al abismo de total oscuridad, donde el gusano no morirá ni su fuego se extinguirá, a los obstinados, desobedientes, crueles perseguidores, los impuros, los idólatras, y toda suerte de incrédulos. El recordatorio de ese día y del juicio a celebrarse en el mismo, no solo es un freno por el cual todos nuestros deseos carnales son reprimidos, sino también es un bienestar tan apreciable que ni las amenazas de los príncipes mundanos, ni el miedo a los peligros presentes o a la muerte temporal puede hacernos renunciar y abandonar esa bendita sociedad que nosotros, los miembros, tenemos con nuestra Cabeza y nuestro Mediador, Cristo Jesús: a quien confesamos y reconocemos como el Mesías prometido, la única Cabeza de su Iglesia nuestro justo Legislador, nuestro único Sumo Sacerdote, Abogado y Mediador. Detestamos y aborrecemos totalmente a cualquier humano o ángel que se atreva a inmiscuirse en estos honores y oficios, considerándoles blasfemos contra nuestro soberano y Supremo Gobernador, Cristo Jesús.
CAPITULO XII:
Fe en el Espíritu Santo
Nuestra fe y su seguridad no proceden de la carne ni de la sangre, es decir, de poderes naturales dentro de nosotros, sino que son la inspiración del Espíritu Santo, a quien confesamos como Dios, igual con el Padre y con su Hijo, quien nos santifica, y por su propia acción nos lleva a la verdad total, sin el cual seríamos para siempre enemigos de Dios y desconocedores de su Hijo, Cristo Jesús. Por naturaleza estamos tan muertos, ciegos y pervertidos, que no podemos sentir cuando somos aguijoneados, ver la luz cuando brilla, ni asentir a la voluntad de Dios cuando es revelada, a menos que el Espíritu del Señor Jesús avive aquello que está muerto, ilumine la oscuridad de nuestras mentes, e incline nuestros obstinados corazones a obedecer su bendita voluntad. Y así como confesamos que Dios el Padre nos creó cuando no existíamos, y así como su Hijo, nuestro Señor Jesús, nos redimió cuando aún éramos sus enemigos, así también confesamos que el Espíritu Santo nos santifica y regenera, sin tener en consideración nuestros méritos, tanto antes, como después de nuestra regeneración. Para decirlo en forma más clara: así como renunciamos voluntariamente a cualquier honor y gloria por nuestra propia creación y redención, así también lo hacemos por nuestra regeneración y santificación, ya que por nosotros mismos no somos capaces de concebir un solo pensamiento bueno; el que ha comenzado la obra en nosotros nos hace perseverar en ella, para la alabanza y la gloria de su inmerecida gracia.
CAPITULO XIII:
La Causa de las Buenas Obras
La causa de las buenas obras, confesamos, no es nuestro libre albedrío, sino el Espíritu del Señor Jesús, quien habita en nuestros corazones por medio de una fe genuina, y produce aquellas obras que Dios ha preparado para que nosotros andemos en ellas. Resueltamente afirmamos que es blasfemia decir que Cristo habita en los corazones de aquellos en quienes no hay espíritu de santificación. Por lo tanto, no vacilamos en afirmar que no tienen una fe verdadera ni porción alguna del Espíritu del Señor Jesús, los asesinos, los opresores, los perseguidores crueles, los adúlteros, los impuros, los idó1atras, los ladrones, y todos los que hacen iniquidad mientras permanezcan obstinadamente en su maldad. Porque tan pronto como el Espíritu del Señor Jesús, a quien los hijos escogidos de Dios reciben por medio de la fe verdadera, se apodera del corazón de cualquier ser humano, en seguida la regenera y renueva, en forma tal que comienza a odiar lo que antes amaba y a amar lo que antes odiaba. De allí procede esa batalla continua entre la carne y el Espíritu en los hijos de Dios, mientras que la carne y el hombre natural, siendo corruptos, codician lo que es agradable y delicioso para ellos mismos; son envidiosos en la adversidad y orgullosos en la prosperidad, y en todo momento están propensos a ofender la majestad de Dios. Pero el Espíritu de Dios, quien da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos e hijas de Dios, nos hace resistir placeres impuros y nos hace gemir en la presencia de Dios por nuestra liberación de esta esclavitud de corrupción, y finalmente, nos ayuda a triunfar sobre el pecado de modo que éste no reine en nuestros cuerpos mortales. Otros seres humanos no participan de este conflicto ya que no tienen el Espíritu de Dios, sino que siguen y obedecen prestamente al pecado y no siente remordimiento, ya que actúan como el diablo y su corrupta naturaleza les apremian. Pero los hijos de Dios luchan contra el pecado, sollozan y se lamentan cuando son tentados a hacer el mal y, si caen, se levantan de nuevo con un genuino y ardiente arrepentimiento. Y esto lo pueden hacer, no por su propio poder sino por el poder del Señor Jesús, aparte de quien nada pueden realizar.
CAPITULO XIV:
Las Obras que Dios Considera Buenas
Confesamos y reconocemos que Dios ha dado a los seres humanos su santa ley, en la cual no sólo se prohíben todas aquellas obras que desagradan y ofenden su santa majestad, sino que son ordenadas aquellas que le agradan y para las que ha prometido recompensa. Estas obras son de dos clases. Unas se hacen para honrar a Dios; las otras para beneficio de nuestro prójimo, y ambas tienen como garantía la voluntad revelada de Dios. Tener un solo Dios, adorarlo y honrarlo, clamar a él en nuestras dificultades, reverenciar su santo Nombre, oír su Palabra y creerla, y participar de sus santos sacramentos, pertenecen a la primera clase. Honrar al padre, a la madre, a los príncipes, gobernantes y poderes superiores; amarlos, apoyarlos, obedecer sus órdenes si éstas no se oponen a los mandamientos de Dios, salvar la vida de los inocentes, sofocar la tiranía, mantener nuestros cuerpos limpios y puros, vivir sobriamente y ser temperantes; tratar con justicia, de palabra y de hecho a todas las personas y finalmente, reprimir cualquier deseo de perjudicar a nuestro prójimo, son las obras de la segunda categoría, y éstas son aceptables y agradables a Dios ya que son ordenadas por él mismo. Acciones en sentido contrario son pecados que desagradan a Dios y le mueven a ira, tales como no invocar su nombre cuándo lo necesitamos, no oír su Palabra con reverencia, sino condenarla y despreciarla, tener o adorar ídolos, practicar y defender la idolatría, tomar el Nombre venerable de Dios, profanar, abusar o condenar los sacramentos de Cristo Jesús, desobedecer o resistir a cualquiera a quien Dios haya dado autoridad, mientras no exceda los límites de su oficio para asesinar o consentirlo, odiar, o permitir que se derrame sangre inocente si se puede evitar. En conclusión, confesamos y afirmamos que el violar cualquier mandamiento, sea de la primera o de la segunda categoría, es pecado, por el cual la ira y el desagrado de Dios se inflaman contra el mundo orgulloso e ingrato. Por eso afirmamos que las buenas obras son aquellas que se hacen por la fe y el mandamiento de Dios, quien en su ley ha establecido las cosas que le agradan. Afirmamos que las malas obras no sólo son las que expresamente se hacen en contra de los mandamientos de Dios, sino también en lo que concierne a asuntos religiosos y a la adoración a Dios, cosas que no tienen más garantía que la invención y opinión de los seres humanos. Tales obras fueron rechazadas por Dios desde el principio, como se expresa en las palabras del profeta Isaías y de nuestro Maestro, Cristo Jesús: “En vano me adoran, enseñando doctrinas y mandamientos de hombres.”
CAPITULO XV:
La Perfección de la Ley y la Imperfección del Ser Humano
Confesamos y reconocemos que la Ley de Dios es en sumo grado justa, adecuada, santa y perfecta, ordenando aquellas cosas que, hechas con propiedad, pueden dar vida y conducir al ser humano a la eterna felicidad; pero nuestra naturaleza es tan corrompida, débil, e imperfecta, que nunca somos capaces de cumplir perfectamente las obras de la Ley. Aun después de nuestro nuevo nacimiento, si decimos que no estamos en pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad de Dios no mora en nosotros. Por lo tanto, es esencial para nosotros asirnos de Cristo, de su justicia y su expiación, ya que él es el fin y la consumación de la Ley y que es por él que somos liberados de modo que el anatema de Dios no caiga sobre nosotros, aun cuando no cumplamos la Ley en su totalidad. Porque así como Dios el Padre nos ve en el cuerpo de su Hijo Cristo Jesús, él acepta nuestra obediencia imperfecta como si fuera perfecta y cubre nuestras obras, desfiguradas por muchas manchas, con la justicia de su Hijo. No queremos decir que somos de tal modo liberados que no tengamos que obedecer la Ley—ya que hemos reconocido su importancia—pero afirmamos que ningún ser humano en la tierra, con la única excepción de Cristo Jesús, ha obedecido, obedece y obedecerá tal como la Ley lo requiere. Cuando la hayamos cumplido todos, debemos caer de rodillas y confesar sinceramente que somos siervos inútiles. Por tanto, quienquiera que se jacte de los méritos de sus propias obras o ponga su confianza en obras supermeritorias se jacta de algo que no existe y pone su confianza en una abominable idolatría.
CAPITULO XVI:
La Iglesia
Así como creemos en un Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, también creemos firmemente que desde el principio ha habido, hay y al fin del mundo habrá, una Iglesia, esto es, una sociedad y multitud de personas quienes correctamente le adoran y aceptan por medio de su fe en Cristo Jesús, quien es la única cabeza de la Iglesia, así como a la vez ella es su cuerpo y su esposa. Esta Iglesia es católica, o universal, porque en ella están los elegidos de todas las edades, de todos los reinos, naciones y lenguas, sean judíos o gentiles que tienen comunión y se asocian con Dios el Padre y con su Hijo, Cristo Jesús, por medio de la santificación del Espíritu Santo. Se le llama, por lo tanto, la comunión, no de personas profanas, sino de santos, quienes, como ciudadanos de la Jerusalén celestial, disfrutan de los inestimables beneficios de un Dios, un Señor, una fe, y un bautismo. Fuera de esta Iglesia no hay ni vida ni felicidad eternas. Por lo tanto, rechazamos totalmente la blasfemia de aquellos que afirman que quienes vivan de acuerdo con la equidad y la justicia serán salvos sin tener en cuenta la religión que profesen. Así como no hay vida ni salvación sin Cristo Jesús, de la misma manera nadie tendrá parte en ella, salvo a quienes el Padre les ha dado a su Hijo Cristo Jesús, y a todos los que en el futuro acepten su doctrina y crean en él. (Incluimos a los hijos de los creyentes). Esta Iglesia es invisible, conocida sólo por Dios, quien sólo sabe a quienes ha elegido, e incluye a los elegidos que ya han muerto, a la Iglesia triunfante, a aquellos que aún viven y luchan contra el pecado y Satanás, y quienes vivirán en lo sucesivo.
CAPITULO XVII:
La Inmortalidad de las Almas
Los elegidos que han muerto disfrutan de paz y descansan de sus obras; no que duerman y estén perdidos en el olvido como algunos fanáticos afirman, porque han sido liberados de todo temor y tormento, y de todas las tentaciones a las cuales nosotros, y todos los elegidos de Dios estamos sujetos en esta vida, y a causa de lo cual somos llamados la Iglesia Militante. En sentido contrario, los réprobos e infieles que han muerto sufren angustia, tormentos y dolores indescriptibles. Ni unos ni otros están en tal estado de letargo que no puedan sentir ni gozo ni dolor, como Cristo testifica en la parábola en Lucas cap. 16, en las palabras al ladrón y las palabras de las almas que claman bajo el altar: “¿Hasta cuándo, Señor santo y verdadero, no juzgas y vengas nuestra sangre en los que moran en la tierra?”
CAPITULO XVIII:
Las Marcas por las Cuales la Iglesia Verdadera se diferencia de la Falsa y Quién juzgará la Doctrina
Puesto que Satanás ha trabajado desde el principio para ornamentar su pestilente sinagoga con el título de Iglesia de Dios, y ha incitado a crueles asesinos a perseguir y a hostigar a la Iglesia verdadera y a sus miembros, como Caín hizo a Abel, Ismael a Isaac, Esa a Jacob y todo el sacerdocio de los judíos hicieron a Cristo Jesús mismo y a sus apóstoles después de él; por tanto, es necesario que la verdadera Iglesia se diferencie de las sinagogas inmundas con marcas claras y perfectas, no sea que, siendo engañados, recibamos y abracemos para nuestra propia condenación, la una por la otra. Las marcas, señales y pruebas garantizadas por las cuales la Esposa inmaculada de Cristo se diferencia de la horrible ramera, la falsa Iglesia, declaramos que no son ni la antigüedad, ni el título usurpado, ni la sucesión en línea recta, ni un sitio determinado, ni el número de personas que aprueben un error. Porque Caín fue primero que Abel y Set en edad y título; Jerusalén tenía precedencia sobre todas las otras partes de la tierra, ya que en ella había sacerdotes que descendían en línea directa de Aarón, y fueron más los que siguieron a los escribas, fariseos y sacerdotes, que los que sinceramente siguieron a Cristo Jesús y a sus doctrinas y, sin embargo, suponemos que ninguna persona en su sano juicio pensará que ninguno de los mencionados conformaron la Iglesia de Dios. Creemos, reconocemos y afirmamos, por tanto, que las marcas de la verdadera Iglesia son: primero, la predicación correcta de la Palabra de Dios, en la cual Dios se nos ha revelado, como lo declaran los escritos proféticos y apostó1icos; segundo, la correcta administración de los sacramentos de Cristo Jesús, con los cuales deben asociarse la Palabra y la promesa de Dios para sellarlos y confirmarlos en nuestros corazones; y finalmente, la disciplina eclesiástica justa y honestamente aplicada, como lo estipula la Palabra de Dios, por la cual se reprime el vicio y se sustenta la virtud. Dondequiera que estas marcas se manifiesten y se mantengan por algún tiempo, parcial o totalmente, allí, sin asomo de duda, está la verdadera Iglesia de Cristo y él, conforme a su promesa, está en medio de ella. Esta no es esa Iglesia universal de la que hemos hablado antes, sino iglesias particulares, como las de Corinto, Galacia, Éfeso, y otras donde el ministerio fue iniciado por Pablo y que él mismo llama iglesias de Dios. Tales iglesias, nosotros los ciudadanos de Escocia que confesamos a Cristo Jesús, afirmamos tenerlas en nuestras ciudades, pueblos y distritos reformados a causiderándol de la doctrina enseñada en nuestras iglesias, contenidas en la Palabra escrita de Dios que son el Antiguo y el Nuevo Testamentos, libros que fueron reconocidos originalmente como canónicos. Afirmamos que en estos libros están suficientemente explicadas todas las cosas que es necesario creer para nuestra salvación. Confesamos que la interpretación de las Escrituras no pertenece a ninguna persona, sea pública o privada, ni a ninguna iglesia por su preeminencia o por su precedencia, personal o local, que tenga sobre otras, sino que pertenece al Espíritu de Dios por quien fueron aquellas escritas. Cuando surge una controversia acerca de la comprensión correcta de un pasaje o sección de la Escritura, o para la reforma de algún abuso dentro de la iglesia de Dios, debemos preguntar, no tanto lo que otros han dicho o hecho antes de nosotros, sino lo que el Espíritu Santo dice uniformemente dentro del cuerpo de las Escrituras y lo que Cristo mismo hizo y ordenó. Porque todos están de acuerdo en que el Espíritu de Dios, que es el Espíritu de unidad, no puede contradecirse a si mismo. De modo que si la interpretación o la opinión de cualquier teólogo, iglesia o concilio es contraria a la Palabra explícita de Dios escrita en otro pasaje de la Escritura, lo más cierto es que ésta no es la verdadera interpretación ni el significado atribuido por el Espíritu Santo, aunque concilios, reinos y naciones lo hayan aprobado y recibido. No nos arriesgamos a recibir, o, a reconocer ninguna interpretación que sea contraria a cualquier aspecto esencial de la Fe, o a cualquier texto claro y sencillo de la Escritura, o a la ley del amor.
CAPITULO XIX:
La Autoridad de las Escrituras
Así como creemos y confesamos que las Escrituras de Dios son suficientes para instruir y perfeccionar a los hijos e hijas de Dios, también afirmamos y confesamos que su autoridad es de Dios, y no depende de los seres humanos ni de los ángeles. Afirmamos, por lo tanto, que aquellos que dicen que las Escrituras no tienen más autoridad que la recibida de la Iglesia, blasfeman contra Dios y son perjudiciales a la Iglesia verdadera, que siempre oye y obedece a la voz de su propio Esposo y Pastor, y no se atribuye el ser maestra o autoridad sobre las mismas.
CAPITULO XX:
Los Concilios Generales, su Poder, Autoridad y la Causa de su Convocatoria
Así como no condenamos precipitadamente lo que personas buenas, reunidas legalmente en concilios generales, nos presentan; tampoco recibimos sin juicio crítico lo que ha sido declarado bajo el nombre de estos concilios generales porque es evidente que, siendo humanos, algunos han herrado manifiestamente y eso en asuntos de gran peso e importancia. En la medida que algún concilio confirme sus decretos con la Palabra explícita de Dios, así los acatamos y aceptamos. Pero si algunos, bajo el nombre de un concilio, pretenden inventar falsos artículos de fe, o tomar decisiones contrarias a la Palabra de Dios, entonces debemos rechazarlos rotundamente como doctrinas demoníacas que apartan nuestras almas de la voz del Dios único, para que sigamos doctrinas y enseñanzas humanas. La razón por la cual los concilios generales se reunieron, no fue la de promulgar ninguna ley permanente que no hubiera sido formulada previamente por Dios, ni definir nuevos artículos de fe, ni para otorgar autoridad a la Palabra de Dios; mucho menos para hacer que ésta sea la Palabra de Dios, ni aún la interpretación verdadera de la misma que no hubiera sido expresada anteriormente por su santa voluntad en su Palabra. Pero la razón de ser de los concilios, al menos de aquellos que merecen tal nombre, fue en parte la de refutar herejías, y hacer pública confesión de su fe a generaciones futuras, lo cual hicieron con la autoridad de la Palabra escrita de Dios, y no por la opinión o prerrogativa de que no podían equivocarse por razón de número. Juzgamos que ésta fue la razón principal para celebrar los concilios generales. La segunda fue que debía establecerse y observarse una buena norma y orden en la Iglesia, donde, como en la casa de Dios, es propio que todo se haga decentemente y en orden. No que pensemos que deba diseñarse para todas las edades, tiempos y lugares, porque las ceremonias diseñadas por los seres humanos son temporales, de modo que pueden ser cambiadas, y deben serlo, cuando fomenten más la superstición que la edificación de la Iglesia.
CAPITULO XXI:
Los Sacramentos
Así como los padres bajo la Ley, además de los sacrificios, tenían dos sacramentos principales, esto es, la circuncisión y la pascua, y quienes los rechazaban no eran reconocidos como parte del pueblo de Dios, nosotros reconocemos y confesamos que ahora, en el tiempo del evangelio, tenemos dos sacramentos principales, los únicos instituidos por el Señor Jesús, y ordenados para ser practicados por todos aquellos que serán contados como miembros de su cuerpo, esto es, el Bautismo y la Cena o la Mesa del Señor Jesús, también llamada la Comunión de su Cuerpo y de su Sangre. Estos Sacramentos, ambos del Antiguo y del Nuevo Testamentos, fueron instituidos por Dios, no sólo para hacer una distinción visible entre su pueblo y aquellos que estaban fuera del Pacto, sino para fortalecer la fe de sus hijos y, por la participación de estos en los sacramentos, sellar en sus corazones la seguridad de su promesa, y esa más que bendita conjunción, unión y asociación que los elegidos tienen con su Cabeza, Cristo Jesús. Y así, condenamos absolutamente la vanidad de aquellos que afirman que los Sacramentos no son más que meros símbolos desnudos y vacíos. No, nosotros creemos firmemente que por el Bautismo somos injertados en Cristo Jesús, participamos de su justicia, por la cual nuestros pecados son cubiertos y perdonados, y también que en la Cena, correctamente celebrada, Cristo Jesús, se une a nosotros de tal manera que él llega a ser verdadero alimento y nutrición para nuestras almas. No que imaginemos que ocurre una transubstanciación del pan en el cuerpo de Cristo, y del vino en su sangre natural, tal como los romanistas han enseñado perniciosamente y falsamente creído; pero esta unión y conjunción que tenemos con el cuerpo y la sangre de Cristo Jesús en la celebración apropiada de los sacramentos, es forjada por medio del Espíritu Santo, quien por medio de una fe verdadera nos lleva por sobre todas las cosas visibles, carnales y terrenales, y nos alimenta con el cuerpo destrozado y la sangre derramada de Cristo Jesús, una sola vez por nosotros, quien está ahora en el cielo y es nuestro abogado ante el Padre. A pesar de la distancia entre su cuerpo glorificado en el cielo y nosotros los mortales en la tierra, debemos creer con toda seguridad que el pan que partimos es la comunión del cuerpo de Cristo y la copa que bendecimos es la comunión de su sangre. Así confesamos y creemos, sin duda alguna, que los fieles al hacer uso correcto de la Mesa del Señor, comen el cuerpo y beben la sangre del Señor Jesús en forma tal que él permanece en ellos y ellos en él, y son hechos carne de su carne y hueso de su hueso, de tal manera que, así como la Deidad eterna ha dado a la carne de Cristo Jesús, la cual por naturaleza era corruptible y mortal, vida e inmortalidad, así también comiendo y bebiendo de la carne de Cristo Jesús, hace lo mismo por nosotros. Reconocemos que esto no se nos da en el momento, ni por el poder ni la virtud de los sacramentos solamente, sino que afirmamos que los fieles, en el uso apropiado de la Mesa del Señor, logran tal unión con Cristo Jesús que el ser humano natural no puede comprender; más aún, afirmamos que aunque los fieles impedidos por su negligencia y debilidad, no benefician tanto como debieran en el momento mismo de la Cena; sin embargo, posteriormente ésta dará fruto, siendo semilla viva plantada en buena tierra; porque el Espíritu Santo que nunca puede ser separado de la correcta institución del Señor Jesús, no privará a los fieles del fruto de esta mística acción. Todo esto, sin embargo, únicamente hace que el sacramento sea eficaz en nosotros. Por lo tanto, si alguien nos calumnia diciendo que afirmamos o creemos que los sacramentos son símbolos y nada más, son difamadores y niegan los hechos escuetos. Por otro lado, inmediatamente reconocemos que hacemos una distinción entre Cristo Jesús en su eterna sustancia y los elementos de los signos sacramentales. Así que ni adoramos los elementos en lugar de lo que ellos representan, ni los despreciamos o subestimamos, sino que los utilizamos con gran respeto, examinándonos diligentemente a nosotros mismos antes de participar de ellos, ya que el Apóstol nos dice “cualquiera que comiere este pan, y bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor.”
CAPITULO XXII:
La Administración Correcta de los Sacramentos
Es necesario cumplir con dos requisitos para la administración de los sacramentos. El primero es que deben ser administrados por ministros legalmente ordenados, y declaramos que estas personas son designadas para predicar la Palabra, y que Dios les ha dado poder para predicar el evangelio, y quienes son legalmente llamadas por alguna iglesia. El segundo es que los Sacramentos deben administrarse con los elementos y en la forma en que Dios ha prescrito. De otra manera, estos dejan de ser los sacramentos de Cristo Jesús. Esta es la razón por la cual abandonamos las enseñanzas de la Iglesia Romana y nos distanciamos de sus sacramentos; primeramente, porque sus ministros no son verdaderos ministros de Cristo Jesús (ciertamente ellos hasta permiten a las mujeres bautizar, a quienes ni el Espíritu Santo permitiría predicar en la congregación); y en segundo lugar, porque han adulterado ambos sacramentos con sus propias añadiduras en forma tal, que nada de la sencillez original de los mismos permanece. La adición de aceite, sal, saliva, y cosas tales en el bautismo son meras añadiduras humanas. Adorar o venerar el sacramento, llevarlo por las calles y por los pueblos en procesión, o conservarlo en una vitrina especial, no es el uso apropiado del sacramento de Cristo, sino un abuso del mismo. Cristo Jesús dijo: “Tomad, comed” y “Haced esto en memoria de mí”. Con estas palabras y mandamientos, él santificó el pan y el vino como el sacramento de su cuerpo santo y de su sangre, de modo que el uno fuera comido y el otro bebido por todos, y no para que fueran honrados y adorados como Dios, en la forma en que lo hacen los romanistas. Más aún, al negar una parte del sacramento—la bendita copa—al pueblo, cometen un sacrilegio. Más aún, si los sacramentos son correctamente administrados es esencial que se entienda su finalidad y propósito, no sólo por el ministro, sino por los comulgantes. Porque si el comulgante no entiende lo que está haciendo, el sacramento no está siendo administrado correctamente, como sucedía en el Antiguo Testamento con los sacrificios. De igual modo, si el maestro enseña una falsa doctrina, que Dios detesta, aunque los sacramentos sean por él ordenados, no se están administrando correctamente, ya que personas malvadas los utilizan para un propósito distinto al ordenado por Dios. Afirmamos que esto es lo que la Iglesia Romana ha hecho con los sacramentos, ya que allí toda la acción de Cristo se ha adulterado de tal forma, propósito y significado. Lo que Cristo Jesús hizo y ordenó que se hiciera, es obvio en los evangelios y en San Pablo; lo que el sacerdote hace en el altar no tenemos que comentarlo. La finalidad y el propósito de la institución del sacramento establecido por Cristo, para lo cual debe administrarse, se expresa en las palabras “Haced esto en memoria de mí”, y en “Porque todas las veces que comiereis este pan y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis—esto es, exaltan, predican, magnifican y alaban la muerte del Señor—“hasta que él venga”. Pero dejen que las palabras de la misa y sus propios doctores y enseñanzas testifiquen cobre el propósito y el significado de la misma; ésto es que como mediadores entre Cristo y su Iglesia, ellos pueden ofrecer a Dios el Padre un sacrificio en propiciación por los pecados de los vivos y de los muertos. Esta doctrina es una blasfemia a Cristo Jesús y privaría de su eficacia a su único sacrificio, ofrecido en la cruz una sola vez por todas para la limpieza de todos los que han de ser santificados.
CAPITULO XXIII:
Quienes Tienen Derecho a los Sacramentos
Sostenemos que el bautismo se administra tanto a los hijos de los fieles como a quienes tienen edad y discernimiento, y por tanto, condenamos el error de los anabautistas, que niegan el bautismo a los niños antes de que tengan fe y comprensión. Pero afirmamos que la Cena del Señor es solamente para los que pertenecen a la comunidad de la fe y que pueden examinarse a si mismos, tanto en su fe como en sus deberes para con su prójimo. Quienes comen y beben de esa santa mesa sin fe, o sin paz y buena voluntad para sus hermanos, comen indignamente. Por esta razón los ministros de nuestra Iglesia examinan pública e individualmente a quienes van a participar de la mesa del Señor Jesús.
CAPITULO XXIV:
El Magistrado Civil
Confesamos y reconocemos que imperios, reinos, dominios y ciudades son designados y ordenados por Dios; sus poderes y autoridades, emperadores en imperios, reyes en sus reinos, duques y príncipes en sus dominios y magistrados en las ciudades, son ordenados por el santo decreto de Dios para la manifestación de su propia gloria y para el bienestar de todos los seres humanos. Sostenemos que cualquiera que conspire para rebelarse o para deponer los poderes civiles, debidamente establecidos, no son solamente enemigos de la humanidad, sino rebeldes contra la voluntad de Dios. Más aún, confesamos y reconocemos que estas personas colocadas en posiciones de autoridad, deben ser amadas, honradas, temidas, y apoyadas con el más alto respeto, porque son lugartenientes de Dios, y en sus concilios, Dios mismo se sienta y juzga. Ellos son los jueces y príncipes a quienes Dios ha dado la espada para la alabanza y defensa de quienes hacen bien y el castigo de quienes hacen mal abiertamente. Más aún, sostenemos que la preservación y la purificación de la religión es el deber particular de reyes, príncipes, gobernantes y magistrados. Ellos no sólo son elegidos para el gobierno civil, sino también para mantener la religión verdadera y suprimir la idolatría y la superstición. Esto se puede ver en David, Josafat, Ezequías, Josías y otros altamente reconocidos por su celo en esta causa. Por lo tanto, confesamos y reconocemos que quienes resisten los poderes superiores, en la medida en que éstos actúen dentro de su propia jurisdicción, se oponen a los decretos de Dios y no pueden considerarse libres de culpa. Sostenemos, además que en la medida en que los príncipes y gobernantes cumplan responsablemente sus oficios, cualquiera que les niegue ayuda, consejo o servicio se los niega a Dios, quien por medio de su lugarteniente los requiere de ellos.
CAPITULO XXV:
Los Dones Gratuitamente otorgados a la Iglesia
Aunque la Palabra de Dios, predicada con propiedad, los sacramentos correctamente administrados, y la disciplina ejecutada de acuerdo con la Palabra de Dios sean marcas genuinas e infalibles de la Iglesia verdadera, no queremos decir que cualquier persona que pertenezca a esa compañía, es miembro elegido de Cristo Jesús. Reconocemos y confesamos que mucha hierba mala y cizaña están sembradas junto al trigo y crecen abundantemente en su medio, y que los réprobos pueden hallarse en la fraternidad de los escogidos y pueden tomar parte de modo externo en los beneficios de la Palabra y los sacramentos. Pero como confiesan a Dios sólo por un tiempo con sus labios y no con sus corazones, ellos fallan, y no perseveran hasta el final. Por lo tanto, no comparten los frutos de la muerte, resurrección y ascención de Cristo. Pero quienes genuinamente creen en su corazón y resueltamente confiesan al Señor Jesús con sus labios, ciertamente recibirán dones. Primeramente, en esta vida, recibirán la remisión de sus pecados, y esto, por la fe en la sangre de Cristo solamente; porque aunque el pecado permanecerá y continuamente habitará en nuestros cuerpos mortales, no será tomado en cuenta en contra nuestra, sino que será perdonado y cubierto por la justicia de Cristo. En segundo lugar, en el Juicio final, cada hombre y mujer será resucitado en carne. Los mares y la tierra devolverán sus muertos. Y ciertamente, el Eterno, nuestro Dios, extenderá su mano sobre el polvo y los muertos se levantarán incorruptibles, y con la mismísima sustancia de la carne que ahora cada criatura lleva para recibir de acuerdo a sus obras, gloria o castigo. Pero quienes ahora se deleitan en la vanidad, la crueldad, la inmundicia, la superstición, o la idolatría, serán condenados al fuego inextinguible, en el cual quienes ahora sirven al diablo en todas sus abominaciones serán atormentados por siempre, en cuerpo y en espíritu. Por el contrario, quienes perseveran en hacer el bien hasta el fin, resueltamente confesando al Señor Jesús, recibirán gloria y honor e inmortalidad, constantemente lo creemos, para reinar por siempre en vida eterna con Cristo Jesús; y sus cuerpos glorificados serán hechos semejantes al de Cristo, cuando él aparecerá otra vez para juzgar y entregará el Reino a Dios su Padre, quien entonces será y permanecerá por siempre el todo en todas las cosas, Dios bendito para siempre. A quien con el Hijo, y el Espíritu, sea toda gloria ahora y por siempre jamás.
Levántate, oh Dios, y confunde a tus enemigos. Que huyan de tu presencia los que odian tu divino Nombre. Da a tus siervos poder para predicar tu Palabra con valentía, y que todas las naciones se adhieran al verdadero conocimiento tuyo.
Breve Reseña histórica:
La Confesión Escocesa (Scots Confession, también llamada Confesión Escocesa de 1560) es una
confesión de fe escrita en 1560 por seis promotores de la Reforma Protestante en Escocia. La confesión fue la primera norma de la Iglesia protestante en Escocia.
En agosto de 1560 el parlamento escocés acordó reformar la religión del país. Para permitirles decidir cómo debía ser la Fe Reformada, el Parlamento encargó a John Knox y a otras cinco personas: John Winram, John Spottiswoode, John Willock, John Douglas y John Row, preparar una Confesión de fe. Esto lo hicieron en 4 días. Los 25 capítulos de la Confesión contienen una declaración contemporánea de la fe cristiana tal y como la entendían los calvinistas del siglo 16 . Si bien la Confesión y los documentos que la acompañaban fue el producto de un esfuerzo conjunto de los seis, se suele atribuir su autoría a John Knox.
Aunque el Parlamento aprobó la Confesión, la reina María I de Escocia rehusó reconocerla, y la Confesión se convirtió en ley solamente en 1567. Se mantuvo como la Confesión de la Iglesia de Escocia hasta que se reemplazó por la Confesión de Fe de Westminster en 1647.