LA CONFESION DE FE DE AUGSBURGO 1530
Artículo I: Dios
Nuestras Iglesias enseñan, en perfecta unanimidad la doctrina proclamada por el Concilio de Nicea: a saber, que hay un solo Ser Divino que llamamos y que es realmente Dios. Asimismo que hay en el tres personas, igualmente poderosas y eternas: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo; todos los tres un solo ser divino, eterno, indivisible, infinito, todopoderoso, infinitamente sabio y bueno, creador y conservador de todas las cosas visibles e invisibles. Por el término de Persona no designamos una parte ni una cualidad inherente a un ser, sino lo que subsiste por si mismo. Es así que los padres de la Iglesia han entendido este término.
Rechazamos pues, todas las herejías contrarias a este artículo: condenamos a los Maniqueos que han establecido a dos dioses uno bueno y uno malo; a los Valentinianos, los Arrianos, los Eunomianos, los Mahometanos y otros. Condenamos asimismo a los Samosatienses antiguos y modernos que no admiten mas que una sola persona y que, usando sofismas impíos y sutiles, pretenden que el Verbo y el Espíritu Santo no son dos personas distintas sino que el "Verbo" significaría una palabra o una voz y que el "Espíritu Santo" no sería otra cosa que un movimiento producido en las criaturas.
Artículo II: El Pecado original
Enseñamos que a consecuencia de la caída de Adán, todos los hombres nacidos de manera natural son concebidos y nacidos en el pecado. Esto es, sin temor de Dios, sin confianza en Dios y con la concupiscencia. Este pecado hereditario y esta corrupción innata y contagiosa es un pecado real que lleva a la condenación y a la cólera eterna de Dios a todos los que no son regenerados por el Bautismo y por el Espíritu Santo.
Por consiguiente rechazamos a los Pelagianos y otros que han menospreciado los méritos de la pasión de Cristo haciendo buena la naturaleza humana por su propias fuerzas naturales y que sostienen que el pecado original no es un pecado.
Artículo 3: El Hijo de Dios
Enseñamos también que Dios el Hijo asumió la naturaleza humana en el seno de la Virgen María, de manera que hay dos naturalezas, la divina y la humana, inseparablemente unidas en una Persona, un Cristo, Dios verdadero y verdaderamente hombre, que nació de la Virgen María, verdaderamente sufrió, fue crucificado, muerto y enterrado, para reconciliarnos con el Padre y ser sacrificio, no solamente por el pecado original, sino también por todos los pecados actuales de los hombres.
También descendió a los infiernos y verdaderamente resucitó al tercer día, luego subió a los cielos para sentarse a la derecha del Padre y reinar para siempre y tener dominio sobre todas la criaturas y santificar a aquellos que creen en El, mandando al Espíritu Santo a sus corazones, para reinar, consolar y purificarlos y defenderlos contra el demonio y el poder del pecado.
El mismo Cristo vendrá visiblemente de nuevo para juzgar a los vivos y a los muertos, etc. según el Credo de los Apóstoles.
Artículo IV: La Justificación
Enseñamos también que no podemos obtener el perdón de los pecados y la justicia delante de Dios por nuestro propio mérito, por nuestras obras o por nuestra propia fuerza, sino que obtenemos el perdón de los pecados y la justificación por pura gracia por medio de Jesucristo y la fe. Pues creemos que Jesucristo ha sufrido por nosotros y que gracias a Él nos son dadas la Justicia y la vida eterna. Dios quiere que esta fe nos sea imputada por justicia delante de Él como lo explica Pablo en los capítulos 3 y 4 de la carta a los Romanos.
Artículo V: El ministerio de la Palabra
Para obtener esta fe, Dios ha instituido el Ministerio de la palabra y nos ha dado el Evangelio y los Sacramentos. Por estos medios recibimos el Espíritu Santo que produce en nosotros la fe donde y cuando Dios quiere en aquellos que escuchan el Evangelio. Este Evangelio enseña que tenemos, por la fe, un Dios que nos justifica, no por nuestros méritos, sino por el mérito de Cristo.
Condenamos pues a los Anabaptistas y otras sectas similares que piensan que el Espíritu Santo llega a los hombres sin la instrumentalidad de la Palabra exterior del Evangelio, sino por medio de sus propios esfuerzos, por la meditación y por las obras.
Artículo VI: La nueva obediencia
Enseñamos también que esta fe debe producir frutos y las buenas obras mandados por Dios por amor de El, pero que no debemos apoyarnos en estas obras para merecer la justificación. Porque la remisión de los pecados y la justificación nos vienen por la fe en Cristo, como él mismo dice "Cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decir: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer." Luc. 17, 10. Lo mismo es enseñado por los padres. San Ambrosio dice: "Esta ordenado por Dios que quien crea en Cristo será salvo, no por las obras, sino por la fe sola, recibiendo así la remisión de los pecados gratuitamente y sin mérito".
Artículo VII: La Iglesia
Enseñamos también que hay una Iglesia Santa y que ha de subsistir eternamente. Ella es la asamblea de todos los creyentes en medio de los cuales el evangelio es enseñado puramente y donde los sacramentos son administrados conforme al Evangelio.
Para que haya una verdadera unidad de la Iglesia Cristiana, es suficiente que todos estén de acuerdo con la enseñanza de la doctrina correcta del Evangelio y con la administración de los sacramentos en conformidad con la Palabra divina. Sin embargo para la verdadera unidad de la Iglesia Cristiana no es indispensable que uno observe en todos lados los mismos ritos y ceremonias que son de institución humana. Esto es lo que dice San Pablo: «Sean un cuerpo y un espíritu pues al ser llamados por Dios, se dio a todos la misma esperanza. Uno es el Señor, una la fe, uno el bautismo. Uno es Dios, el Padre de todos, que está por encima de todos y que actúa por todo y en todos. » Ef. 4, 5-6.
Artículo VIII: Qué es la Iglesia
Enseñamos también que la Iglesia no es otra cosa que la congregación de los santos y los verdaderos creyentes. Sin embargo en este mundo, muchos falsos cristianos e hipócritas y mismo pecadores manifiestos están mezclados entre los fieles. Ahora bien, los sacramentos son eficaces, aun si son administrados por sacerdotes malos, como Cristo mismo ha dicho: «Los escribas y los Fariseos se han sentado en la cátedra de Moisés etc.» Mt. 23,2.
Condenamos por lo tanto a los Donatistas y a todos los que enseñan lo contrario.
Artículo IX: El Bautismo
Enseñamos que el Bautismo es necesario para la salvación y que por el Bautismo se nos da la gracia divina. Enseñamos también que se deben Bautizar los niños y que por este Bautismo son ofrecidos a Dios y reciben la gracia de Dios
Es por esto que condenamos a los Anabaptistas que rechazan el Bautismo de los niños.
Artículo X: La Santa Cena del Señor
En cuanto a la Santa Cena del Señor, enseñamos que el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de Cristo están realmente presentes, distribuidas y recibidas en la Cena bajo las especies del pan y del vino. Rechazamos pues la doctrina contraria.
Artículo XI: La Confesión
Con respecto a la Confesión, enseñamos que se debe mantener la absolución privada en la Iglesia aunque no sea necesaria la enumeración de todos los pecados, ya que esto es imposible como lo dice el Salmo 19,13: « ¿Quién conoce todos sus pecados?»
Artículo XII: El arrepentimiento
En lo que concierne al arrepentimiento, enseñamos que aquellos que han pecado después del Bautismo pueden obtener el perdón de sus pecados todas las veces que se arrepientan y que la Iglesia no debe rechazar su absolución. El verdadero arrepentimiento comprende en primer lugar la contrición, es decir el dolor y terror que uno siente a causa del pecado; en segundo lugar la fe en el Evangelio y en la absolución, es decir, la certeza que los pecados nos son perdonados y que la gracia nos llega por los méritos de Jesucristo. Es esta fe la que consuela los corazones y que da paz a la conciencia. Luego de esto se debe enmendar la vida y renunciar al pecado. Ya que tales deben ser los frutos del arrepentimiento, como lo dijo Juan el Bautista (Mt. 2,8) «Muestren los frutos de una sincera conversión».
Condenamos pues a los Anabaptistas que niegan que los justificados puedan recibir el Espíritu Santo. Igualmente a los que enseñan que una vez convertido, el cristiano no puede volver a caer en el pecado. Condenamos también a los Novacianos que niegan la absolución a los que pecaron después del Bautismo. Finalmente rechazamos a los que enseñan que se obtiene el perdón de los pecados, no por la fe, sino por nuestras satisfacciones.
Artículo XIII: Sobre el uso de los sacramentos
Sobre los Sacramentos enseñamos que no han sido instituidos solamente para ser signos visibles mediante los cuales se reconoce a los cristianos, sino también que son testimonios de la buena voluntad de Dios hacia nosotros, instituidos para despertar y afirmar nuestra fe. Por esto exigen la fe y solamente son empleados correctamente si uno los recibe con fe y para consolidar la fe.
Condenamos pues a los que enseñan que los sacramentos "ex opere aperator" justifican y no enseñan la necesidad de la fe para recibirlos.
Artículo XIV: El orden en la Iglesia
En cuanto al gobierno de la Iglesia, enseñamos que nadie debe enseñar o predicar públicamente en la Iglesia, ni administrar los Sacramentos a menos que haya recibido una vocación regular.
Artículo XV: Sobre los ritos eclesiásticos
En cuanto a los ritos eclesiásticos establecidos por hombres, enseñamos que uno debe observar lo que pueda observar sin pecar y que contribuya a la paz y al buen orden en la Iglesia, como por ejemplo ciertas fiestas y otras solemnidades. Sin embargo, exhortamos a no cargar las conciencias, como si esta suerte de instituciones humanas fueran necesarias para la salvación.
Antes bien enseñamos que todas las ordenanzas y las tradiciones instituidas por los hombres para reconciliarse con Dios y merecer su gracia, son contrarias al Evangelio y a la doctrina de la salvación por la fe en Cristo. He aquí por lo que tenemos por inútiles y contrarias al Evangelio los votos monásticos y otras tradiciones que establecen diferencias entre alimentos, días, etc. por las cuales se piensa merecer la gracia y ofrecer satisfacción por los pecados.
Artículo XVI: El gobierno civil
En lo que concierne al Estado y al gobierno temporal, enseñamos que todas las autoridades en el mundo, los gobiernos y las leyes civiles que mantienen el orden público, son instituciones excelentes, creadas y establecidas por Dios. Un cristiano es libre de ejercer las funciones de magistrado, soberano o juez. Puede recurrir a los juicios basados en las leyes imperiales y las otras leyes en vigor, castigar a los malvados, emprender una guerra justa, ser soldado, hacer contratos legales, tener propiedad, hacer juramentos cuando le sean requeridos, casarse etc. Condenamos a los Anabaptistas que prohíben todas estas cosas a los creyentes.
Condenamos también a aquellos que enseñan que la perfección cristiana consiste en renunciar a las cosas mencionadas mas arriba, mientras que la verdadera perfección consiste en el temor en Dios y la fe. El Evangelio no enseña una justicia temporal y exterior, sino que insiste en la vida interior, en la justicia del corazón que es eterna. No se opone al gobierno civil ni al estado, ni al matrimonio, sino que quiere que se observen todas esas cosas como instituciones divinas. Por lo tanto, los Cristianos están necesariamente obligados a obedecer a sus magistrados y leyes, salvo en el caso de que estas lo conduzcan al pecado. En este caso deben obedecer a Dios antes que a los hombres cf. Hch 5, 29.
Artículo XVII: Del retorno de Cristo para Juzgar
Enseñamos que Nuestro Señor Jesucristo aparecerá en el último día para juzgar a vivos y muertos. Resucitará a todos los muertos. A los justos les dará la vida eterna y la felicidad. A los impíos y a los demonios los condenará al infierno y los tormentos eternos.
Condenamos pues a los Anabaptistas que enseñan que las penas de los condenados y los demonios tendrán un fin. Rechazamos asimismo algunas doctrinas judías que hoy en día algunos enseñan, que dicen que antes de la resurrección de los muertos, los justos dominarán la tierra y destruirán a los impíos.
Artículo XVIII: El libre albedrío
En lo que respecta al libre arbitrio, enseñamos que el hombre posee una cierta libertad para elegir una vida exteriormente justa y que puede elegir entre las cosas accesibles a la razón. Pero sin la gracia, la asistencia y la operación del Espíritu Santo no le es posible al hombre agradar a Dios, arrepentirse sinceramente y poner en El su confianza y remover de su corazón la maldad innata que posee. Esto no es posible sino mediante el Espíritu Santo que nos ha sido donado por la Palabra, ya que San Pablo dice en 1 Cor 2,14: «El hombre natural no capta las cosas del Espíritu de Dios».
Esto es dicho de muchas maneras bien claras por San Agustín al hablar sobre el libre albedrío en su libro Hipognosticon, L. 3: «Confesamos que todos los hombre tienen un libre albedrío, ya que todos tienen por naturaleza una razón y una inteligencia innatas. No es que sean libres en el sentido que sean capaces de relacionarse con Dios, como por ejemplo amarlo y temerle con todo el corazón; sino que lo son en el sentido de que pueden elegir entre el bien o el mal en las obras exteriores de esta vida. Por bien entiendo lo que la naturaleza humana es capaz de llevar a cabo: por ejemplo trabajar en un campo, comer, beber, visitar un amigo o no hacerlo, vestirse o desvestirse, casarse, ejercer un oficio y hacer otras cosas parecidas que son buenas y útiles. Y sin embargo, todo esto no se hace sin Dios y no subsiste sin El, ya que de El y por El son todas las cosas. Por otra parte el hombre puede por su propia decisión elegir el mal, como por ejemplo adorar un ídolo, cometer un asesinato, etc.».
Condenamos pues a los Pelagianos y otros, que enseñan que sin el Espíritu Santo, por el poder propio de la naturaleza, el hombre puede amar a Dios sobre todas las cosas, cumplir sus mandamientos como tocando "la substancia del acto". Ya que, aunque la naturaleza puede ejercer un acto externo (por ejemplo puede impedir que las manos del ladrón se posen sobre lo que quiere robar o matar), sin embargo no puede producir mociones internas, como el temor de Dios, la confianza en Dios, la castidad, la paciencia, etc.
Artículo XIX: El origen del pecado
Con respecto al origen del pecado, he aquí lo que enseñamos: Dios ha creado y preserva a la naturaleza toda entera, sin embargo la causa del pecado es la voluntad de los malvados, esto es de los hombres impíos que, sin la ayuda de Dios se apartan de Dios, como dice Cristo en Jn. 8, 44: «cuando dice la mentira, dice lo que le sale de adentro».
Artículo XX: La fe y las obras
Es falsa la acusación que se nos hace de prohibir las buenas obras. Los escritos sobre los diez Mandamientos y otros por el estilo, dan testimonio de que hemos enseñado todo los concerniente a las buenas obras de todos los estados de vida y lo que se necesita para agradar a Dios. Con respecto a estas cosas los predicadores ordinariamente enseñan poco, exhortando a obrar cosas infantiles e innecesarias como la observancia de feriados, ayunos, hermandades, peregrinaciones, servicios en honor a los santos, rosarios, vida monástica etc. Como nuestros adversarios han sido amonestados sobre estas cosas, han comenzado ahora a dejarlas de lado y no predican sobre estas obras como antes. Han comenzado ahora a mencionar a la fe, de la cual anteriormente había un admirable silencio. Enseñan que no somos justificados solamente por las obras, sino por una unión de fe y obras. Dicen también que somos justificados por la fe y las obras. Esta doctrina es más tolerable que la antigua y produce mayor consolación que la anterior.
Así como la doctrina concerniente a la fe, que debería ser la mas importante en la Iglesia, ha sido tanto tiempo dejada de lado, como lo demuestra el casi total silencio en los sermones concerniente a la rectitud de la fe, mientras la doctrina de las obras era largamente expuesta, los nuestros han comenzado a instruir a los fieles de la siguiente manera:
En primer lugar, que nuestras obras no tienen el poder de reconciliarnos con Dios o merecer el perdón de los pecados, la gracia o la justificación, sino que esto se obra únicamente por la fe; ya que cuando creemos que nuestros pecados han sido perdonados a causa de Cristo que es el mediador para reconciliar al padre con nosotros (1a tim. 2,5). Aquel que se imagina que puede merecer la gracia, desprecia el mérito y la gracia de Cristo; busca un camino por sí solo para llegar a Dios sin Cristo, cosa contraria al Evangelio.
La doctrina concerniente a la fe es tratada abiertamente y claramente por San Pablo en muchos lugares de sus escritos, particularmente en la carta a los Efesios donde dice «Han sido salvados por la gracia mediante la fe, y esto no viene de ustedes sino que es don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe». (Ef. 2, 8).
Y para que no se piense que damos aquí una nueva interpretación de Pablo, podemos recurrir al testimonio de los Padres que tratan el tema de la misma manera.
San Agustín, en muchos de sus volúmenes, habla de estas cosas, enseñando también que es por medio de la fe en Cristo y no por las obras que obtenemos la gracia y la justicia delante de Dios. Similarmente San Ambrosio en el De Vocatione Gentium y en otros lados, enseña lo mismo. En el De Vocatione Gentium dice lo siguiente: "La redención por la sangre de Cristo tendría poco valor, tampoco las obras del hombre estarían miradas desde la misericordia de Dios si la justificación, que se obtiene por la gracia, fuera debida a los méritos del hombre, como si fuera, no el regalo del donador sino la recompensa del trabajador."
Pero aunque esta doctrina sea menospreciada por los inexpertos, no obstante las conciencias temerosas de Dios encuentran por experiencia que trae una gran consolación, porque las conciencias no pueden tranquilizarse a través de ninguna obra sino solamente por la fe, cuando pisan el terreno firme de que por Cristo han sido reconciliados con Dios. Como enseña San Pablo en Rom. 5,1: "Habiendo pues, recibido de la fe nuestra justificación, estamos en paz con Dios". Toda esta doctrina dice relación al conflicto de la conciencia que busca la justificación y no puede entenderse fuera de ese conflicto. Por lo tanto el hombre profano y sin experiencia juzga mal cuando sueñan que la justificación cristiana no es otra cosa que la justicia civil y filosófica.
Antiguamente las conciencias estaban plagadas con la doctrina de las obras, no escuchaban la consolación del evangelio. Algunas personas eran conducidas por su conciencia al desierto, a los monasterios, esperando merecer allí la gracia por ese género de vida. Algunos otros realizaban otras obras mediante las cuales buscar la satisfacción de sus pecados. Había por lo tanto mucha necesidad de renovar esta doctrina de la fe en Cristo para dar fin a las conciencias ansiosas, de manera que supieran, no sin consolación, que la gracia y el perdón de los pecados y la justificación se obtienen por medio de la fe en Cristo.
Instruimos de esta manera a todo el mundo de que el término "fe" no significa aquí meramente el conocimiento de la historia —como creen los demonios y los impíos— sino también en los efecto de esa historia, principalmente este artículo: el perdón de los pecados, es decir, que por medio de Cristo tenemos la gracia, la justicia y el perdón de los pecados.
El que sabe que por Cristo tiene un Padre propio, conoce verdaderamente a Dios; sabe también que Dios cuida de el y que puede invocarlo y no está sin Dios como los gentiles. Puesto que los demonios y los impíos no pueden creer este artículo: el perdón de los pecados. Por lo tanto odian a Dios como a un enemigo y no esperan ningún bien de El. Agustín también recuerda a sus lectores que la palabra "fe" en la Biblia se entiende no como conocimiento, sino como confianza que consuela y da coraje a las mentes atribuladas.
Mas aún, enseñamos que es necesario hacer buenas obras, no porque esperamos merecer la gracia por medio de ellas, sino porque es la voluntad de Dios. Es solamente por medio de la fe que se obtiene el perdón de los pecados, y esto gratuitamente. Y porque por medio de la fe recibimos al Espíritu Santo, los corazones se renuevan y llenan con nuevos sentimientos, de manera que dan lugar a que surjan buenas obras. Ambrosio dice en este sentido: "la fe es la madre de la buena voluntad y las obras justas". Ya que los hombre sin el Espíritu Santo está lleno de afectos desordenados y es muy débil para realizar obras buenas a los ojos de Dios. Además están bajo el poder del demonio que los empuja a diversos pecados, a opiniones impías, a crímenes alevosos. Esto lo podemos ver en los filósofos, que aunque buscaban vivir una vida honesta, no pudieron y estuvieron llenos de pecados y crímenes. Tal es la debilidad del hombre cuando está sin fe y sin el Espíritu Santo y se gobierna a sí mismo por sus solas fuerzas.
Por lo tanto puede verse que esta doctrina no prohíbe las buenas obras, mas bien las recomienda, porque muestra cómo se nos mueve a realizarlas. Ya que sin la fe la naturaleza humana no puede realizar las obras del primer o segundo Mandamiento. Sin la fe el hombre no puede dirigirse a Dios ni esperar nada de El, ni llevar la cruz, sino que busca y se apoya en la ayuda del hombre. De esta manera cuando no hay fe ni confianza en Dios, todo tipo de concupiscencias y consejos meramente humanos rigen el corazón. Por eso dijo el Señor en Jn. 15,5: "Sin mi nada podéis hacer". Y la Iglesia canta:
Sin tu favor divino nada hay en el hombre
Artículo XXI: Sobre el culto a los santos
Con respecto al culto a los santos enseñamos que se puede proponer la memoria de los santos a los fieles de manera que imitemos su fe y obras de acuerdo a la propia vocación, como el Emperador puede seguir el ejemplo de David para hacer la guerra al turco y alejarlo de sus dominios, ya que los dos son reyes. Pero la Escritura no enseña que se deba invocar a los santos, pedir su ayuda e intercesión, ya que tenemos a Cristo como único mediador, propiciador, Sumo Sacerdote e intercesor. El debe ser invocado y nos ha prometido escuchar nuestra oración. Y este es el culto más excelente de todos y consiste en buscar a Cristo e invocarlo del fondo del corazón con todas nuestras fuerzas y nuestros deseos. San Juan lo dice así: "Si alguno ha pecado, tenemos un abogado junto al Padre, Jesucristo el justo" 1 Jn. 2, 1.
Artículo XXII: Sobre la comunión bajo las dos especies
A los laicos se les da a comulgar bajo las dos especies en la Cena del Señor, ya que este uso proviene de un mandamiento del Señor en Mt. 26,27: "Tomad y bebed todos de de el". Cristo ha manifestado de esta manera su mandamiento concerniente a la copa de la cual todos deben beber.
Y no se puede pensar que esto se refiere solamente a los sacerdotes. Pablo en 1a Cor. 11, 27 indica que toda la comunidad comulgaba bajo las dos especies. Y esto uso permaneció durante mucho tiempo en la Iglesia. No se sabe cuando ni bajo qué autoridad fue cambiado, aunque el Cardenal Cusano menciona el tiempo en que fue aprobado. Cipriano da testimonio que la sangre era dada al pueblo. Lo miso atestigua Jerónimo que dice: "Los sacerdotes administran la Eucaristía y distribuyen la Sangre de Cristo al pueblo. De la misma manera el Papa Gelasio ordena que el sacramento no sea dividido (dis. II, De Consecratione, cap. Comperimus).
Solamente la costumbre reciente dice lo contrario. Pero es evidente que la costumbre introducida contra los mandamientos de Dios no ha de ser admitida, como lo dicen los cánones (dis.III, cap. Veritate y los capítulos siguientes). Además esta costumbre va no solamente contra la Escritura, sino también contra los antiguos cánones y ejemplos de la Iglesia. Por lo tanto, si alguno prefirió el uso de las dos especies del Sacramento, no debería haber sido compelido con defensa a su conciencia a hacer lo contrario. Y porque la división del Sacramento se contradice con los Mandamientos de Cristo, acostumbramos omitir la procesión que hasta ahora ha estado en uso.
XXIII. EL MATRIMONIO DE LOS SACERDOTES
Se ha hecho oír en todo el mundo, entre toda clase de personas, ya de posición elevada ya humilde, una muy fuerte queja con respecto a la gran inmoralidad y la vida desenfrenada de los sacerdotes que no podían permanecer continentes y que con sus vicios tan abominables habían llegado al colmo. Para evitar tanto y tan terrible escándalo, adulterio y otras formas de lascivia, algunos de nuestros sacerdotes han contraído matrimonio. Estos aducen como motivo que los impulsó la gran angustia de su conciencia, ya que la Escritura afirma claramente que el matrimonio fue ordenado por Dios el Señor para evitar la impureza, como dice Pablo: “A causa de las fornicaciones, cada uno tenga su propia mujer”; asimismo: “Mejor es casarse que quemarse”. Y al decir Cristo en Mateo 19: 11: “No todos reciben esta palabra”, el mismo Cristo (y seguramente conocía la naturaleza humana) indica que pocos tienen el don de la continencia.
“Varón y hembra Dios los creó”, Gén. 1: 27. La experiencia ha demostrado con sobrada claridad si el hombre, por sus propias fuerzas y facultades, sin don y gracia especiales de Dios, por propio empeño y voto, puede mejorar o cambiar la creación de Dios, quien es la suprema majestad. ¿Qué clase de vida buena, honesta y casta, qué conducta cristiana, honrosa y recta ha resultado de ello? Ha quedado de manifiesto que en la hora de la muerte muchos han sufrido en su conciencia horrible y espantosa inquietud y tormento, cosa que muchos de ellos mismos han admitido. Ya que la palabra y el mandamiento de Dios no pueden ser alterados por ningún voto o ley humana, los sacerdotes y otros clérigos se han casado movidos por éstos y otros motivos y razones. También se puede comprobar por los relatos y por los escritos de los Padres que en la iglesia cristiana de antaño los sacerdotes y diáconos acostumbraban casarse. Por eso dice Pablo en 1a Tim. 3: “Es necesario que el obispo sea irreprensible, marido de una sola mujer”. Y no fue sino hace apenas cuatrocientos años que los sacerdotes en tierras germánicas fueron despojados con violencia del matrimonio y obligados a tomar el voto de castidad. Y fue tan generalizada y vehemente la oposición que un arzobispo de Maguncia, el cual había promulgado el nuevo edicto papal al respecto, por poco fue muerto en una insurrección de todo el sacerdocio. La misma prohibición desde el principio fue puesta en práctica tan precipitada y desmañadamente que el papa no sólo prohibió a los sacerdotes el matrimonio futuro, sino que disolvió los matrimonios de quienes habían estado casados por mucho tiempo, lo cual no sólo es contrario a todo derecho divino, natural y secular, sino que también es diametralmente opuesto a los cánones que los mismos papas habían formulado y a los concilios más célebres.
Asimismo, muchas personas encumbradas, piadosas y entendidas, han exteriorizado la opinión de que este celibato forzado y el despojamiento del matrimonio, que Dios mismo instituyó y dejó al arbitrio de cada uno, jamás ocasionó nada bueno, sino al contrario ha dado origen a vicios graves y mucho escándalo. También uno de los mismos papas, Pío, como lo demuestra su biografía, dijo repetidas veces e hizo escribir que quizás haya razones que veden el matrimonio a los clérigos, pero hay muchas razones más poderosas, importantes y categóricas para permitirles nuevamente la libertad de casarse. No cabe duda que el papa Pío, como hombre inteligente y sabio, hizo esta aseveración tras mucha reflexión.
Por lo tanto, en sumisión a Vuestra Majestad Imperial, estamos confiados de que Vuestra Majestad, como emperador cristiano e ilustre, se dignará tener presente que en estos días postreros de los cuales habla la Escritura, el mundo se vuelve peor y los hombres se hacen siempre más débiles y frágiles.
Por consiguiente, es muy necesario, provechoso y cristiano comprender este hecho para que la prohibición del matrimonio no ocasione la introducción en tierras alemanas de inmoralidad y vicios más vergonzosos. Nadie puede disponer ni modificar tales cosas con más sapiencia o mejor que Dios mismo, quien instituyó el matrimonio para prestar auxilio a la debilidad humana y evitar la inmoralidad.
También los antiguos cánones dicen que a veces es necesario suavizar y disminuir la dureza y el rigor, a causa de la debilidad humana para prevenir y evitar el escándalo.
En este caso sería por cierto cristiano y necesario. ¿Cómo puede ser una desventaja para toda la iglesia cristiana el matrimonio de los sacerdotes y religiosos, especialmente el matrimonio de los pastores y otros que deben servir a la iglesia? En lo futuro habrá escasez de sacerdotes y pastores si esta dura prohibición del matrimonio permanece en pie.
El matrimonio de los sacerdotes y clérigos está fundamentado en la Palabra y el mandato divinos. Además, la historia demuestra que los sacerdotes contrajeron matrimonio y que el voto de castidad ha ocasionado tanto escándalo espantoso y anticristiano, tanto adulterio, inmoralidad horrible y vicio abominable que hasta algunos hombres honrados entre el clero de catedral y algunos cortesanos de Roma lo han admitido con frecuencia y han aseverado quejosamente que el predominio abominable de tal vicio entre el clero provocaría la cólera de Dios. En vista de esto, es lamentable que el matrimonio cristiano no sólo haya sido prohibido, sino que en algunos lugares se lo haya castigado muy precipitadamente, como si se tratara de un gran crimen, y todo esto a pesar de que en la Sagrada Escritura Dios ordenó tener en gran estima el matrimonio. El matrimonio también se ensalza en el derecho imperial y en todas las monarquías donde ha habido leyes y justicia. Sólo en nuestra época se empieza a martirizar a la gente inocente únicamente a causa del matrimonio, especialmente a los sacerdotes, con los cuales debiera guardarse más consideración que con otros. Esto acontece no solo contrariamente al derecho divino sino también al derecho canónigo. En 1a Ti. 4: 13 el apóstol Pablo llama doctrina de demonios a la enseñanza que prohíbe el matrimonio. Cristo mismo dice en Juan 8: 44 que el diablo fue asesino desde el principio. Estos dos textos concuerdan bien, porque necesariamente es doctrina de demonios lo que prohíbe el matrimonio y se atreve a mantener tal doctrina mediante el derramamiento de sangre.
Pero así como ninguna ley humana puede abolir o alterar el mandamiento de Dios, tampoco ningún voto lo puede alterar. Por lo tanto, San Cipriano aconseja que se casen las mujeres que no guardan la castidad prometida; así dice en su epístola undécima: “Pero si no quieren o no pueden conservar la castidad, es mejor casarse que caer en el fuego por causa de sus deseos, cuidándose muy bien de no hacer tropezar a los hermanos y hermanas.” Además, todos los cánones usan de mucha lenidad y equidad para con aquellos que en su juventud hicieron voto, y lo cierto es que la mayor parte de los sacerdotes y los monjes en su juventud ingresaron en ese estado por ignorancia.
XXIV. LA MISA
Se acusa a los nuestros sin razón de haber abolido la misa. Es manifiesto (lo decimos sin jactancia) que la misa se celebra con mayor reverencia y seriedad entre nosotros que entre los oponentes. Asimismo, se instruye al pueblo con frecuencia y suma diligencia acerca del propósito de la institución del santo sacramento y respecto a su uso; es decir, que debe usarse con el fin de consolar las conciencias angustiadas. Así se atrae al pueblo a la comunión y a la misa. Al mismo tiempo, también se imparte instrucción en cuanto a otras doctrinas falsas acerca del sacramento. Además, en las ceremonias públicas de la misa no se ha introducido ningún cambio manifiesto, excepto que en algunas partes se entonen himnos alemanes, junto a los cánticos latinos, para instruir y aleccionar al pueblo, ya que el propósito principal de todas las ceremonias debe ser que el pueblo aprenda lo que necesite saber de Cristo.
Se ha abusado de la misa de muchas maneras en tiempos pasados. Todo el mundo sabe que se ha hecho de la misa una especie de feria, que las misas se compraban y se vendían y se celebraban en todas las iglesias mayormente para lucrar. Estos abusos fueron criticados repetidas veces por hombres eruditos y piadosos, también antes de nuestra época. Nuestros predicadores han hablado de estas cosas, y se ha recordado a los sacerdotes la grave responsabilidad que debe pesar sobre cada cristiano, es decir, que quien use del sacramento indignamente es culpable del cuerpo y de la sangre de Cristo. Por consiguiente, tales misas privadas y misas votivas, que hasta ahora se han celebrado por fuerza y con fines de lucro y por interés de las prebendas, han sido suspendidas en nuestras iglesias.
Al mismo tiempo se ha repudiado el error abominable según el cual se enseñaba que nuestro Señor Cristo por su muerte hizo satisfacción sólo por el pecado original e instituyó la misa como sacrificio por los demás pecados, estableciendo así la misa como sacrificio por los vivos y los muertos para quitar el pecado y aplacar a Dios. De ahí se llegó a debatir si una misa celebrada por muchos vale tanto como una celebrada por un solo individuo. El gran número incontable de misas tienen su origen en el deseo de obtener de Dios por medio de esta obra todo lo que uno necesita, al paso que se ha echado al olvido la fe en Cristo y el verdadero culto a Dios.
Por esta razón, como sin duda lo exigía la necesidad, se ha dado instrucción para que nuestro pueblo tuviera conocimiento del uso debido del sacramento. En primer lugar, la Escritura indica en muchos lugares que no hay sacrificio alguno por el pecado original y otros pecados fuera de la única muerte de Cristo. Porque está escrito en la Epístola a los Hebreos que Cristo se santificó a sí mismo una sola vez y así hizo satisfacción por todos los pecados (10: 10, 14). En realidad es una innovación inaudita en la doctrina eclesiástica que la muerte de Cristo expía únicamente el pecado original y no los demás pecados. Por lo tanto, es de esperarse que todos entenderán que tal error no se ha reprobado sin causa justificada.
En segundo lugar, San Pablo enseña que obtenemos la gracia ante Dios por la fe y no mediante las obras. Manifiestamente contrario a esta doctrina es el abuso de la misa según el cual se supone que la gracia se consigue mediante esta obra. Además, es bien sabido que se emplea la misa con el fin de borrar el pecado y obtener de Dios la gracia y toda suerte de beneficios. El sacerdote cree hacer esto no sólo por sí mismo, sino también por todo el mundo y por otros, tanto vivos como muertos.
En tercer lugar, el santo sacramento no fue instituido para hacer de él un sacrificio por el pecado –porque este sacrificio ya se ha realizado– sino con el fin de despertar nuestra fe y de consolar nuestras coincidencias, al darnos cuenta mediante el sacramento de que la gracia y el perdón del pecado nos han sido prometidos por Cristo. Por esta razón este sacramento exige fe y sin fe se usa en vano. Puesto que la misa no es un sacrificio para quitar los pecados de otros,
vivos o muertos, sino que debe ser una comunión en la cual el sacerdote y otros reciben el sacramento para sí, nuestra costumbre es que en los días de fiesta y en otras ocasiones cuando hay comulgantes presentes, se celebra la misa, para que comulguen quienes lo deseen. De modo que la misa se conserva entre nosotros en su debido uso, de la misma manera como se celebró antiguamente en la iglesia y como se puede comprobar en la Primera Epístola de San Pablo a los Corintios, cap. 11: 20 ss., y en los escritos de muchos Padres. Por ejemplo, Crisóstomo refiere cómo el sacerdote a diario estaba delante del altar, invitando a algunos a comulgar, pero prohibiéndoselo a otros. Los antiguos cánones indican que uno solo celebraba el oficio y daba la comunión a los sacerdotes y diáconos, porque así rezan las palabras del canon de Nicea: “Los diáconos en su orden deberán recibir, después que los sacerdotes, el sacramento de manos del obispo o del sacerdote”. De manera que no se ha introducido innovación alguna que no existiera en la iglesia de antaño, tampoco se ha hecho cambio alguno en las ceremonias públicas de la misa, salvo que se han suprimido las misas innecesarias que se celebraban, quizás a manera de abuso, al lado de la misa parroquial. Por consiguiente, en toda justicia, esta manera de celebrar la misa no deberá condenarse como herética y anticristiana. Antiguamente, aún en los templos grandes frecuentados por mucha gente, no se celebraban misas diarias ni en los días cuando concurría la gente, ya que la Historia Tripartita en el libro 9 indica que en Alejandría los miércoles y los viernes se leía y se interpretaba la Escritura, y por lo demás se celebraban todos los oficios sin la misa.
XXV. LA CONFESIÓN
La confesión no ha sido abolida por parte de los predicadores de nuestro lado. Se conserva entre nosotros la costumbre de no ofrecer el sacramento a quienes con antelación no hayan sido oídos y absueltos. A la vez se enseña diligentemente al pueblo que la palabra de la absolución es consoladora y que ha de tenerse en gran estima. No es la voz o la palabra del hombre que la pronuncia, sino la palabra de Dios, quien perdona el pecado, ya que la absolución se pronuncia en lugar de Dios y por mandato de él. Se instruye con mucha diligencia que este mandato y poder de las llaves es muy consolador y necesario para las conciencias aterrorizadas.
También enseñamos que Dios ordena creer en esta absolución como si fuera su voz que resuena desde el cielo y que debemos consolarnos gozosamente en base de la absolución, sabiendo que mediante tal fe obtenemos el perdón de los pecados. En épocas anteriores los predicadores que daban mucha instrucción sobre la confesión no mencionaban ni una sola palabra respecto a estas enseñanzas necesarias; al contrario, sólo martirizaban las conciencias exigiendo largas enumeraciones de pecados, satisfacciones, indulgencias, peregrinaciones y cosas similares. Muchos de nuestros adversarios mismos reconocen que nosotros hemos escrito y tratado el verdadero arrepentimiento cristiano de una manera más conveniente que solía hacerse antes.
Respecto a la confesión se enseña que no se ha de obligar a nadie a enumerar los pecados detalladamente. Tal cosa es imposible, como el salmo dice: “Los errores, ¿quién los entenderá?”. También Jeremías dice: “El corazón del hombre es tan perverso que es imposible escudriñarlo”.
La desgraciada naturaleza humana se ha sumido tan hondamente en los pecados que no los puede ver ni conocer todos. Si fuéramos absueltos solamente de aquellos pecados que podemos enumerar, poca ayuda recibiríamos. Por este motivo no es necesario obligar a la gente a enumerar los pecados en forma detallada. Los Padres opinaron de la misma manera; por ejemplo, en Dist. I, De poenitentia se citan las palabras de Crisóstomo: “No digo que debas exponerte públicamente ni que te denuncies ni admitas tu culpa en presencia de otro, sino obedece al profeta que dice: “Revela al Señor tu camino”. Por tanto, en tu oración confiésate a Dios el Señor, el verdadero juez; no manifiestes tu pecado con la boca sino en tu conciencia”. De estas palabras se desprende claramente que Crisóstomo no obliga a enumerar los pecados en detalle. También la nota marginal sobre De poenitentia, Dist. 5 enseña que la confesión no fue ordenada por la Escritura, sino instituida por la iglesia. No obstante, nuestros predicadores enseñan diligentemente que por el consuelo de las conciencias angustiadas y por algunos otros motivos, debe retenerse la confesión a causa de la absolución, la cual es el punto principal y la parte primordial de la confesión.